La cartilla de don Perpetuo
La cartilla del Servicio Militar Obligatorio era (y creo que todavía es) un documento importante. Lo supe la vez que invité al cine Alameda de la Ciudad de México a una muchacha un poco mayor que yo. Después de hacer una larguísima cola para comprar los boletos, le di uno a ella, y yo atrás. El hijo de puta que estaba en la entrada recibiendo los boletos, alzando la voz ante mi invitada y demás gente, me dijo:
—¡Cartilla militar! Esta es una película para adultos.
Ella, adentro; yo, afuera. Ella, sonriendo divertida; yo, sufriendo, hecho un idiota.
Pensé entonces: “Tengo que obtener mi cartilla para poder entrar a los cines a ver películas de adultos y no hacer otro papelón como éste”.
En la Preparatoria se podía hacer el SMN (Servicio Militar Nacional); dos veces me inscribí y dos veces deserté al llegar las vacaciones de diciembre para irme a mi pueblo. Cuando regresaba, estaba dado de baja.
Ya en la facultad conocí e hice amistad con “don Perpetuo”; él era un compañero gordito, rubito, ojos azules con mirada pícara y bigote porfiriano, le gustaba usar sombreros. A Chava Alemán, mi amigo, le pareció que nuestro cuate se parecía a don Perpetuo, uno de los personajes de la revista de Rius “Los Supermachos” y así le decíamos. Él parecía conocer a todo el mundo, era servicial y una sonrisa iluminaba siempre su discordante cara de querubín con bigote; un día le conté mi problema.
—¿La cartilla militar? —y dijo—. ¡Yo te la consigo!
Don Perpetuo era un gran convencedor, cuando hablaba, convencía; siempre tenía algo que vender. Me dijo que un militar que estaba en palacio nacional (guardias presidenciales) era su amigo. Yo fui con él, no muy convencido que sirviera de algo. Para entrar a Palacio, mi amigo mostró una credencial que tenía los colores de la bandera y en letras chiquitas decía: “Club de Soldaditos de la Nación”, con una foto suya de cuando tenía seis años, pero su labia hizo el milagro.
—Mi coronel —le dijo a su amigo el militar—. Le presento a mi cuate, “El chiapaneco”; necesita su cartilla y, por azares del destino, no se la han dado. Pero es un gran guerrero: ha combatido en todas las cantinas de su colonia.
El Coronel se rio y eso ablandó su corazón. En media hora, él mismo me dió mi cartilla. Un sello grande atravesaba el documento con la palabra: REMISO. A vuelo de pájaro yo leí: REMENSO. En letras más chiquitas decía: “El soldado, fulano de tal, por razones fisiológicas, pasa a formar parte de la reserva y en caso de conflicto bélico, el soldado tendrá que hacer su servicio militar en la guerra”.
—Don Perpetuo —le dije a mi regordete amigo—, creo que me jodiste: ¿Cómo está eso de hacer mi servicio militar en la guerra?
—No seas güey. Los Mexicanos somos pacifistas —dijo—; pero en caso que hubiera guerra, mientras nosotros, los que sí cumplimos con el servicio, nos damos en la madre con el enemigo, tú estarás marchando; así que, pinche soldado remiso: como tu superior que soy, te ordeno: ¡Meeedia vuelta!... ¡Ya!... ¡Paaaso reendiablado!... ¡Ya! ¿Chingóóón, no, güey?
Yo le llamo “La cartilla de don Perpetuo” y así me ha servido siempre (con todo y el infamante sello). Como no hemos entrado en guerra, sigo sin marchar, y si la hubiera, en las condiciones que estoy, tendrían que llevarme cargando en camilla o en silla de ruedas (no importa, aunque sea mentadas de madre le aviento a los invasores). Pienso que, la jodida cartilla de don Perpetuo me hubiera evitado la vergüenza de no dejarme entrar al cine Alameda a ver una película de Isela Vega. Pero no importa, gracias a eso pude ver “La Cenicienta y Los Siete Enanos” en el Palacio Chino, que como estaba casi vacío, mi fogosa amiga y yo logramos que hasta la bruja de la Cenicienta nos mirara… ¡de reojo!
Enrique Orozco González
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