La Mecedora
La mecedora
La depresión colectiva se respiraba en el vecindario. La
ampliación del viejo camino arrasaba con los árboles de mango, los de nance,
las guabas, los marañones. Las lindas cercas de arbustos floreados con tonos
tropicales, coralillos, palmas cubanas, palmas rojas, palmas amarillas; las
tuberías de la escasa agua, los cables telefónicos, los cables eléctricos; todo
caía bajo la maquinaria pesada ante los ojos pasivos de los afectados. «Había
que darle paso al desarrollo», informaban los periódicos locales.
Por uno de esos accesos semidestruidos caminaba lentamente
una sombra. Subía aquel camino empinado con determinación. Unos pasos más
atrás, se veía un avispado acompañante; era de mediana estatura, tenía una
joroba en la espalda, era calvo, con profundos ojos oscuros, nariz aguileña,
labios dibujando una ironía, quijada cuadrada.
Vestía una capa verde olivo, con un cuello blanco de encaje
de Bruselas; parecía un personaje antiguo. Se podía ver parte de su camisa rojo
vivo. En sus manos llevaba un gran libro negro que parecía pesarle un siglo, y
de su cuello colgaba un reloj de arena. Los pantalones eran negros, y sus pies
calzaban unos botines de igual color.
Al pasar bajo el farol, la primera sombra se divisaba mejor.
Parecía una mujer de estatura baja y complexión delgada.
Sobre la cabeza lucía una corona hecha de caracoles y
conchas de mar; su pelo, muy largo, estaba trenzado con lazos morados atados en
las puntas, las trenzas caían hasta la cintura. Sobre el pecho delgado, lucía
tres medallones de distintos colores que brillaron al pasar bajo la luz.
Parecían oro, cobre y plata. Bajo ellos, se veía una blusa roja con encajes en
el cuello. La mujer vestía un faldón morado que llegaba hasta las canillas,
medias de colores y zapatos de charol negro atados por unas cintas amarillas
que contrastaban con el brillo de su calzado. En su mano, llevaba un bolso
blanco con diseños macabros: huesos, calaveras.
Estos personajes pasaban cerca de las casas que se divisaban
sobre la cima donde se veía un camino rodeado de árboles bajo el cantar de aves
nocturnas, búhos, cigarras, luciérnagas, murciélagos.
Al final, había una linda casona blanca con techo de tejas
color ladrillo, grandes ventanales. La puerta estaba abierta, como de
costumbre. En la sala estaba una persona sentada en una mecedora de madera; se
mecía suavemente mientras contemplaba el paisaje y las sombras acercarse.
A medida que acortaban la distancia, la persona en la
mecedora miraba cómo se tropezaba aquel jorobado de verde olivo y se le caía al
suelo el gran libro que portaba en las manos. Se escuchaba el murmullo que
traía la brisa de aquella dirección.
Observaba detenidamente de lejos cómo discutían ligeramente
sobre el inconveniente que eso les causaba. El hombre de verde olivo, con mano
temblorosa, miraba el reloj de arena con preocupación.
Se agachó, y recogió de mala manera algunas páginas regadas
por la tierra húmeda. Algunas hojas se mancharon. Se miraban entre sí muy
confundidos, sin saber qué hacer. Ante la torpeza de los caminantes, la persona
que se estaba meciendo solo sonreía… Los miraba alejarse, mal encarados.
Después de un rato, al acordarse de ellos, soltó una
carcajada.
Sonia Ehlers
Panamá
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