La rompe-grupo


 

      Traspasé la frontera invisible y sentí un ligero escalofrío recorrer mi cuerpo. Nunca había estado en esa parte de la ciudad. Había limitaciones de circulación; mi auto tenía un tipo de placa y los de aquella parte usaban otro. Dos categorías de habitantes: ellos y nosotros. Los autos de ellos circulaban cómodamente por nuestras calles y los nuestros no por las de ellos. Rodando por aquellas inhóspitas avenidas, comencé a sentirme vigilada; había escuchado rumores de que desde largas distancias lo tenían a uno bajo observación. En cualquier momento aparecería una patrulla y conduciría a vuelta de rueda tras de mí. Decidí respetar, como usualmente lo hacía, todas las indicaciones del tránsito hasta llegar a la Middle Street. Bajé las luces del auto, tal como indicaba un letrero unos metros antes de la caseta de vigilancia militar; esa era un área restringida para el ejército. Le dije al uniformado que iba a la casa 424-B. Realizó una anotación en su control y subió la baranda, franqueándome el paso al mismo tiempo que hacía un gesto afirmativo con su cabeza. Finalmente, llegué a mi destino, bajé del auto; ya habían arribado otros invitados. Subí las escaleras y saludé a varias amigas que, muy animadas, me presentaron a los oficiales invitados a pasar la velada.

 

      Después de un par de tragos y comidas servidas en platos desechables, se dispusieron a jugar sentados en el suelo, formando una rueda grande. Me acomodé, tratando de integrarme al grupo que acababa de conocer. Sacaron lo que reconocí como una pipa de aquellas exóticas que venden los indios en sus bazares olorosos a incienso. Vi cómo un oficial, con un mechero fino, la encendía con pericia y aspiraba profundamente hasta mantener viva la llama, inclinaba ligeramente su cabeza mirando hacia el techo y parecía quedarse suspendido en las alturas contemplando un no sé qué. Fue pasando de mano en mano una ronda, luego dos, alrededor de los participantes. Los oficiales y las jóvenes fumaban aquella pipa de hachís con entusiasmo. Cuando llegaba a mis manos, yo la pasaba discretamente sin fumarla para que continuara circulando.

 

       Al poco rato, el ambiente comenzó a cambiar casi imperceptiblemente, una joven reía sin parar, otra lloriqueaba, los oficiales sonreían como si estuvieran en la estratósfera. Uno de ellos se levantó y comenzó a bailar ballet muy desinhibido. Yo miraba aquel escenario, y pensé: «¿Qué hago aquí, entre esta gente?». A la tercera vuelta, decidí que no encajaba en ese grupo. Pasar agachada tres veces la pipa de la paz sin aspirarla haría demasiado notorio que no me estaba divirtiendo. Preferí levantarme y, sin despedirme, salí de aquella casa lo más rápido posible. Desde esa reunión me apodaron «la rompe-grupo». Conduje mi auto hasta la caseta de vigilancia y, cuando el guardia dejó caer la baranda a mis espaldas y yo aceleré hacia mis barrios amistosos, me sentí tan libre como no me había sentido en toda la noche.

     Aún hoy, cuando entro a los bazares indios y veo esas pipas sofisticadas, no puedo dejar de sonreír y sentirme orgullosa del título bien ganado aquella noche.

Sonia Ehlers 

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