Navidad en la montaña

 


Como todos los días de nuestra vida de niño en la casa, el 24 de diciembre de aquel remoto año que la memoria no pudo registrar, nos fuimos a dormir temprano.  El frío clima en las alturas de la sierra no permite hacer otra cosa. Aunque teníamos en nuestra tierna cabecita la idea remota de la Navidad, no era costumbre celebrarla del modo que más tarde conocí. 

 Así pues, luego de la acostumbrada y cotidiana cena de esa noche, disfrutada alrededor de la hoguera de nuestra humilde cocina, apagamos los candiles y nos fuimos a la cama a dormir. 

 En la rústica sala, un espacio al que se llegaba luego de atravesar a obscuras el corredor de la casa, habíamos puesto, en una esquina, un humilde árbol de Navidad adornado con algunos globos de colores que alguien llevó de no sé dónde. 

 Esa noche, recuerdo, estábamos en casa los tres hermanos más pequeños de la numerosa prole prohijada por mis padres, acompañados de mamá.  Mi padre y los otros seguramente se hallaban en el ranchito, en la cosecha del café. 

 Bajo los gruesos cobertores que cubrían nuestros cuerpos, el sueño se había instalado en mí. No tuve conciencia de la hora cuando sentí las cálidas manos de mamá que, acompañadas de su voz bajita, nos decía, "¡Levántense, ya es hora!"

 Sin saber bien a bien a qué se refería, nos bajamos de la cama y la seguimos. Con una vela encendida en la mano, mamá nos condujo a la sala y, junto al humildísimo árbol, se puso de rodillas y oró. Rezó por el nacimiento de Jesús y pidió salud para sus hijos.

 Nosotros, sorprendidos, permanecimos en silencio.

 Cuando terminó sus oraciones, nos pidió que nos sentáramos en la banca de la sala, un mueble de madera con respaldado que llamábamos estrada. Caminó a la cocina y regresó con una jarra y una extraña caja entre sus manos que nunca habíamos visto. En unos pocillos que llevaba, vertió un poco del contenido de la caja y luego una porción de leche tibia. 

 "Esta es nuestra cena de Navidad" _dijo, y en esa lejana noche bajo un estrellado cielo en la montaña, abrigados por el amor protector de mi madre, cenamos un rico cereal que por primera vez supimos que existía.

 Navidad, el concepto de ti me vino de mi madre quien, en la humildad de su hogar, allende la montaña, donde no una sino millones de estrellas de Belén, trazan un sendero lechoso allá en el cielo. Donde por el silencio de la noche, estrellada, la oración que se reza llega con más claridad a los oídos del Dios padre que nos envió a su hijo una noche como esa.

Allá donde el murmullo del tranquilo movimiento del viento hace silbar las afiladas hojas de los pinos. Donde el cielo llora por las noches, lagrimas heladas que dan vida a la tierra, dio muestra de ti con una humilde cena.

 Llegaste a mi convertida en una suculenta y desconocida hojuela que al ablandarse en la tibia leche preparada por las menudas y amorosas manos de mi madre, paladee con placer aquella lejana noche en mi infancia.

 Una caja de cereal traída de tan lejos así, como un milagro, acompañó mi concepto de ti, noche sublime.

 Floricel Santizo.


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