Para gustos: sabores

 


Pidió auxilio en la finca vecina.  Él era un español recio, trabajador, tostado por el sol inclemente y por la diaria faena de cuidarlas. Quería ayudarlas a recuperarse. Necesitaban un lugar donde estar, caminar, comer, dormir, recuperarse de la mala vida que habían recibido hasta el momento. Él las había cuidado por años, pero ya no tenía la voluntad de continuar con ellas. Ya no quería problemas con el Ministerio de Salud: le exigían certificados, vacunas y otra serie de requisitos.

     Si las veían por la carretera, las recogían y él tenía que ir a sacarlas de aquellas jaulas fétidas. Él no podía con esa carga en esta etapa de su vida. Lo había intentado, pero este tema lo fatigaba;

estaba por tirar la toalla. Se retiraría, ya estaba muy viejo para continuar a este ritmo. No quería batallar con ninguna más en su vida.

     La demanda de la colonia árabe había aumentado por ellas, haciéndolo un negocio lucrativo. A ellos no les preocupaba que fueran flacas, gordas, peludas, peladas, cojas, mancas…, solo las querían para disfrutarlas y festejar con ellas, saboreándolas poco a poco. Las ponían en grandes bandejas plateadas sobre las mesas. Tocaban música y bailaban sin cesar a su alrededor hasta perder la cabeza.

     Su vecino Pablo accedió a ayudarlo. Se comprometió a vigilarlas de cerca para que no escaparan. Fue a verlas para ver en qué podía ayudar. Se paró en la cima, buscándolas. No las encontró aquella tarde. Se escondían lejos del alcance humano. Parecían preferir la árida montaña. Algún rincón donde guarecerse y alejarse de aquellas manos que las retenían contra su voluntad.

    Regresó a la finca al día siguiente. A lo lejos, alcanzó a divisarlas. Caminaban en fila india acercándose una tras otra. Parecía que venían de una guerra, era deprimente el espectáculo. Al verlas, imaginaba un batallón sobreviviente regresando de una batalla. Arrastraban la poca vida o aliento que les quedaba.

     Una tenía una pata corta, otra caminaba sin ánimo, otra tenía la cabeza vendada, otras se paraban a medio camino para mirar con desolación el poco pasto en el área, algunas estaban amarradas con otras. Y, así, una tras otra, iban apareciendo ante sus ojos.

     Eran las cabras más escuálidas con las que celebrarían la próxima boda árabe de aquella comunidad.

 Sonia Ehlers

 

 

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