Un día en la sala de clases



 

 

“Profesor de Matemáticas y Física sufre accidente en conocido Liceo de la ciudad de Valparaíso. Su estado es de gravedad pero estable y se halla inconsciente” ;  

(Diario la Estrella.)

  Escuchó un unísono: ¡Buenos días, Profesor!

   Hacía tiempo que los jóvenes no saludaban a la manera antigua: de pié, cada uno de ellos al lado de su pupitre, erguidos y con energía.

- Buenos días jóvenes, respondió asombrado. Pueden tomar asiento.

Y el aula se llenó con un nuevo sonoro unísono:

  -  ¡Gracias, Profesor!

A continuación observó cómo los estudiantes se sentaban con cuidado y sin hacer ruido.

     En su interior empezó a nacer una duda, una terrible duda. “Estarían nuevamente intentando armar una situación de desorden y “jaleo”. Pero no, pareciera ser que no fuera así, porque nadie se ríe, y no se aprecia un ambiente de conciliábulo.

   Decidió empezar la clase inmediatamente, ya más tarde, pasaría lista.

“Quizás hoy estos cabros  se portan un poco mejor, y se pueda hacer algo en la clase.”

A duras penas había alcanzado a “pasar las potencias”, y la verdad  es que estaba atrasado y no iba a alcanzar a cubrir todos los contenidos. Pensando en ello se dirigió  a sus alumnos.

Jóvenes, hoy comenzaremos con el estudio de un nuevo tema: logaritmos, el cual está íntimamente vinculado a las potencias, cuestión que ya hemos revisado y ejercitado.

- ¿Alguna pregunta antes de empezar?

  Cinco brazos se levantaron indicando petición de la palabra.

Le sorprendió una vez más la buena disposición de los alumnos sin embargo esperaba de un momento a otro la talla, o el desorden cotidiano.

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   Cercana a la sala de clases de lata del quinto año C , se estaba reconstruyendo parte de las paredes del vetusto edificio, no recuerdo exactamente qué, pero allí se encontraban hermosas pilas de ladrillos que parecían llamarnos, decirnos vengan aquí, jueguen con nosotros.

Teníamos clases de Matemáticas esa mañana, con el nuevo profesor. Un tipo flaco, moreno, que cayó en desgracia con el curso después que tuvo la desdicha de decir que iba a contar un chiste “rosa”. Eso fue suficiente para que el curso (en su mayoría) le perdiera respeto y  empezara a agarrarlo para el chuleteo.

Una vez comenzada la clase y mientras el profesor escribía en la pizarra. Uno de nuestros compañeros se levantó de su puesto y lanzó el primer ladrillo que cayó cerca de donde se encontraba el profe. A continuación y como si esa hubiera sido la señal, empezaron a llover ladrillos por toda la sala, la famosa “sala de lata del quinto año C”. En instantes tan sólo, el piso quedó literalmente alfombrado de trozos de ladrillo.

 

  No recuerdo exactamente quién fue a llamar al indio Cáceres, ¿Se acuerdan Uds?

  El indio Cáceres era el inspector que estaba a cargo de los quintos.

  El profesor no hallaba qué hacer, avergonzado, y compungido, cuando llegó el inspector a la sala de clases. Miraba yo a mis compañeros, ninguno de ellos intervino para abortar el incipiente desorden. Yo tampoco, pero por incapacidad para enfrentarme a mis compañeros.

  La clase continuó de maravillas, como nunca. Los muchachos se mostraban concentrados en el trabajo propuesto. Se consultaban entre sí, pero no se molestaban ni hacían desorden. El profesor pareció entregarse a un ensueño.

  Su pensamiento pareció levantarse por sobre toda superficie alcanzable, más allá del horizonte, las montañas. ¡Quizás,quizás!  Quizás podría finalmente llegar a tener un grupo adelantado, un grupo selecto, entregarle a ellos todo lo que sabía, ser su Maestro. Ellos, sus discípulos. En fin un sueño de grandes alturas. En un momento no escuchaba nada, no sentía nada, arrobado en su meditación. Sólo una gran luz que llegaba desde todos los rincones encegueciéndolo.

   En el largo pasillo se observan camillas como sembradas en toda su extensión y arrimadas a las paredes. Es fuerte el olor a desinfectante. Un pasillo obscuro. Gente de blanco que transita a lo largo de él

- ¿Cómo está el profesor Cofré?

- Estable en su condición.

Empezaba a anochecer y las copas de vino ya se encontraban una vez más vacías. Alrededor de la mesa conversaban todos al unísono, cada cual con su tema. Relucía el cabello canoso de  algunos de mis ex-compañeros a través de la luz artificial. Yo ya no los escuchaba. Y me daban ganas de llorar.

Sergio Barrios Chicaisa

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