Un traje crecedorcito
Su papá compró un corte de casimir Bellavista Tomé, color café oscuro, en el Bar “Donde Nunca se supo” . Seguramente, hizo un trueque, recibiendo la pieza de tela como pago por algún brasero de fierro o una plancha a carbón, que él solía fabricar para su familiares y amigos.
Esa
tarde de sábado Gustavo llegó feliz a casa con la pieza de tela, diciendo que
era un regalo para su hijo Nancho. Isabel decidió llevar la pieza de tela donde
la Señora Esterbina, modista amiga, que vivía en una casona del cerro Florida,
a dos cuadras del ascensor.
Ya
el viaje en sí era una aventura, que le significaba tomar dos ascensores, el
trolebús, de paso, ganarse algún completo, con leche con plátano, en el Návoli.
Nancho
tenía unos 8 años y le encantaba ir con su madre a esa casona de Doña
Esterbina, que vivía en un segundo piso y abría la puerta con un cordel. La
casa estaba a la entrada de una empinada calle, que partía en la Avenida
Alemania y el cielo parecía ser su límite.
Lo
que entusiasmaba a Nancho era que la nieta de Doña Esterbina, era una niña de
su edad, flaquita y coqueta, que se llamaba Marcela. Con ella jugaba mientras
las mamás tomaban onces y compartían sus historias. Sólo lo llamaban para
tomarle las medidas y allí la modista lo medía por todos lados, mientras
mantenía en sus labios unos alfileres y en su mano derecha una tiza blanca, con
la que iba marcando los ajustes, para los futuros cortes.
- Que sea crecedorcito, Esterbina, mire
que esto niños comen y crecen, engordan un poco y les viene el siguiente estirón.
- Claro que sí, le va a salir una linda
tenida y esta tela es de primera.
Luego
de la ceremonia de prueba, Nancho quedaba liberado, apenas pensando en eso de
los estirones que estaba sufriendo. Podía entonces volver a jugar al ludo con
Marcela, y en medio de un lanzamiento de dados, tomarle la mano y robarle un
beso que, por cierto, ella no rechazaba, sino aceptaba sonriendo.
Como
la pieza de casimir Oveja Tomé era grande, la tarea de Doña Esterbina significó
que las visitas se repetían y los grandes y los niños las disfrutaban a su
modo.
De
la pieza de casimir, salió un terno con
dos pantalones largos y un abrigo, y muchas idas para probar la ropa. En el
taller de la modista estaba la tela cortada, llena de tiza y de alfileres.
Mientras más se demoraba, más visitas; y de ellas fue surgiendo un romance
secreto con Marcelita, los besitos en el corredor de la casona eran como llegar
al final de esa calle sin fin que nunca pudo recorrer. La ropa de excelente
factura era amplia, “crecedorcita” como la pidiera su mamá.
El
color café de ese casimir se convirtió en un karma que no terminaba nunca. Por
casi tres años el vestón, los dos pantalones y el abrigo eran irrompibles, como
traje de super héroe, pero versión cura franciscano. Nancho realmente alargaba
y se estaba convirtiendo en un esmirriado y largo espécimen café, que, cada
tanto, veía desesperanzado cómo su mamá le daba la basta a los pantalones y éstos
seguían imposibles de gastar, rotando por semanas de uno a otro.
Afortunadamente,
el paletó le quedó chico, pero, el abrigo era de tan buena factura que lo
acompañó casi por 5 inviernos, claro, era crecedorcito como lo había pedido su
mamá.
Cuando
habían pasado dos años de este mundo café, su padre enfermó gravemente y su
madre devota de la Virgen de Lourdes hizo una manda por su vida, ofreciendo que
su hermana vestiría un año de Lourdes, vestido blanco con una cinta celeste en
la cintura. Mientras tanto, él seguía fiel a sus dos pantalones y al abrigo
café. Nancho asumió el sacrificio de que sus compañeros de barrio les echaran
bromas diciendo allí viene San José con la Virgen María. Pero ese sacrificio
tuvo su premio, papá mejoró y a él le compraron sus primeros patines con cuatro
ruedas, que se amarraban con correas a los zapatos. En esa Navidad, comenzó a
liberarse de, por lo menos, uno de sus pantalones, que se rompió
definitivamente en un rasmillón cuando aprendía a patinar. Nancho, pese al
dolor de sus rodillas dio gracias al cielo por el alivio de haber liquidado
parte de su manda.
Cuando
ya tenía doce años, los pantalones eran un mal recuerdo, pero al abrigo le tomó
cariño y cuando lo usaba bajo la lluvia, se mantenía seco y sin frío; sobre el
buzo color caqui del colegio, realmente combinaba y nadie tenía un abrigo café
como él. Fue así como el color franciscano marcó la infancia de Nancho, quien
pudo tener un romance en color café, conociendo la dulzura de los besos de esa
niña que, en esa era café, también había estirado y se había rellenado de
sorprendentes curvas. De pronto, no hubo oportunidad para más visitas a la
modista Esterbina, porque ella partió un día por la escalera larga que llegaba
al cielo. En la misa y velorio, fue la última vez que vio a Marcela, que quedó
en un marco de íntimos recuerdos, de tonalidad café. Los adultos jamás supieron
que un romance niño quedaría prendido con alfileres en el abrigo franciscano de
San José.
Hoy,
a Nancho sólo le queda una foto sepia, que lo muestra vestido con ese noble
casimir Bellavista Tomé, en ese traje crecedorcito y eterno.
Caballero de la Rosa
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