Desde otro ángulo
El letrero de la entrada anunciaba el espectáculo del año. Miles de focos encendidos de varios colores se prendían y apagaban, las luces brillaban en todo su esplendor. Era la comidilla de la ciudad. Inauguraban un centro nocturno que presumía no tener nada que envidiarle a los de fama internacional. Ella nunca había presenciado un show similar desde ese ángulo. Sería la primera vez. Fue con un grupo que quería conocerlo. Estaba lleno a rabiar. Se vistió elegantemente para la ocasión. No quería que la gente notara su inexperiencia.
En cuanto entraron al cabaret, todo se tornó oscuro, una que otra luz tenue alumbraba el camino. Ver el salón de día era una cosa, y verlo de noche era otra. A tientas, siguiendo al camarero, llegaron hasta la mesa que tenían reservada. Poco a poco, se fue acostumbrando a ver en la penumbra. Les sirvieron unos tragos haciendo tiempo para que comenzara la presentación. Las paredes del salón estaban tapizadas con un verde oscuro, el techo imitaba la constelación. Una orquesta tocaba un bolero de moda invitando a los presentes a bailar. A medida que la vista se acostumbraba, pudo reconocer a algunos bailarines en la pista y a otras personas de las mesas vecinas. Los meseros iban de un lado a otro apurados con sus bandejas hasta 20 el tope de tragos, repartiéndolos de mesa en mesa a los sedientos e impacientes clientes. La música paró repentinamente y una batería con platillos anunció el comienzo del espectáculo. El juego de luces alumbraba el escenario, mientras que el efecto de nubes blancas lograba una escena de fantasía. El público entusiasta aplaudía eufórico mientras esperaba que la cartelera comenzara.
Al abrirse las cortinas, sobre el tablado apareció una mujer, caricaturizando lo que debía ser un programa de buen gusto. Estaba cubierta por un traje de plumas azules y se contorsionaba al son de los tambores; la música fue cambiando por otra más sensual. Los hombres, bajo los efectos del alcohol, le chiflaban y aplaudían a medida que se despojaba de su vestimenta. Piano, piano, con movimientos poco gráciles, la bailarina se fue desprendiendo del plumaje ante los suspiros de uno que otro espectador, hasta quedar desnuda. Aquel cuerpo había perdido la cintura, el pecho caía por gravedad —llegándole al ombligo—, las caderas vibraban independientes de la música. Fue un triste y patético espectáculo, donde afloró la decadencia humana. Mientras ella bailaba, Lucy pensaba: «Pobre infeliz, lo que tiene que hacer para ganarse la vida. Si tan solo tuviera una buena facha para no hacer el ridículo; le falta el toque artístico». Tenía ganas de subir al escenario y darle el mantel de la mesa para que se cubriera. El público aplaudía fascinado, pidiendo más. Algunas copas rodaron por el piso al moverse de lugar varias sillas.
Ante los
ojos atónitos de su grupo, Lucy, levantándose, dijo:
—¿Me
disculpan un rato? Voy a subir al escenario. Esto lo hago hasta yo.
Sonia Ehlers
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