A vender tamales
Muchos puentes de la carretera costera de Chiapas colapsaron cuando el huracán Mitch nos alcanzó en octubre de 1998. La región del Soconusco quedó aislada. Los víveres escasearon. La maquinaria oficial comenzó a rodar. Hubieron acuerdos con autoridades de la república de Guatemala para que por su territorio nos llegara el abasto alimentario. Todo estuvo bien planeado hasta que apareció un atarantado inspector de Sanidad Agropecuaria ubicado en La Mesilla, Ciudad Cuauhtémoc, Chiapas, que detuvo el paso de la caravana con los productos necesarios para nuestra gente. Un sólo hombre paró el coordinado esfuerzo de todos. Cabe mencionar que la telefonía celular todavía estaba en pañales y la convencional presentaba muchas dificultades. Superando obstáculos, me llamaron de mi oficina central:
—¿Usted coordina al personal de Sanidad Agropecuaria en La Mesilla?
Mi respuesta afirmativa desencadenó una tajante orden: “En la Mesilla hay una caravana de ayuda detenida por su personal, trasládese a ese lugar y arregle el problema, pero ya!”.
Le dije que no había manera de comunicarme con nuestra oficina de La Mesilla y que yo también estaba incomunicado en Tapachula.
—Veremos que un avión lo traslade directamente hasta ese lugar.
Poco después me pidieron estar a las siete de la mañana en el aeropuerto. La aeronave era de un funcionario del gobierno federal que coordinaba el auxilio en Tapachula. Le pedí a mi amigo y compañero de trabajo, Pepe Esquinca, que me acompañara. A las seis de la mañana pasé por él. Camino al aeropuerto me dijo muy preocupado:
—Doctor, no le di su gasto a mis hijita. Me lo pidieron anoche y se me olvidó dejárselos.
—Regresaremos volando de un fregadazo Pepe. ¡Si vamos en avión, pué!
En el aeropuerto estaba el director de la Comisión Nacional del Agua (CNA) que tenía asignada la aeronave de seis plazas.
—Doctor, me dejarán en Tuxtepec, Oaxaca, y enseguida ustedes se van a Ciudad Cuauhtémoc.
El tipo parecía conocer de aviones, pues fue cosa de treparse y empezó a dar órdenes al piloto en un lenguaje muy técnico, tanto, que pensé estaba ante un avezado ex piloto tipo Charles Lindberg. Cuando la nave se elevó me preguntó:
—¿Ya vio cómo quedó enterrado en lodo el pueblo de Valdivia en Mapastepec?
Dije que no.
—Capitán, agarre por la cota seis, pero no traspase la cota ocho; sobrevuele Valdivia, en círculos, dos veces (tan precisas instrucciones logró que ante mis ojos el funcionario se elevara al rango de Manfred von Richthofen, el Barón Rojo).
En el tablero del avión un letrero, decía: “Dios es mi copiloto”, pero el asiento lo ocupaba el mofletudo licenciado de CNA, pensé: “bueno, no será diosito, pero este cachetón se parece a Hermann Goering, Mariscal del Aire del Tercer Reich y chingón piloto en la Primera Guerra Mundial, ¡mejor ya no se puede!”.
—Oiga licenciado, va a estar movidita la cosa, todavía hay mal tiempo por ahí —creí ver un gesto de desaprobación del piloto ante las órdenes recibidas.
—Entonces toma la cota siete y rodee el mal tiempo.
Le dimos dos vueltas al pueblo siniestrado. ¡Terrible! Mucha gente en los techos de las casas pidiendo ayuda. De pronto, solo miramos el mar. La aeronave comenzó a bailar mambo como Las Dolly Sisters en el Teatro Blanquita. Las sonrisitas se tornaron nerviosas y mis canillas empezaron a temblar. Entramos a una nube que parecía no terminar nunca, no se veía nada. El avioncito a merced de la tormenta daba tumbos por todos lados; pero lo que me alarmó fue ver las caras asustadas del piloto y del pinchi licenciado que nos metió ahí, el que ocupaba el lugar de Dios. Sus rostros se parecían al mío, cuando después de mis travesuras veía a mi padre quitarse el cinturón.
Escuché rezar a Pepe, pero no se persignaba, le pregunté:
—¿‘Tás rezando, vos Pepe?
—¡Nooo, bueno fuera! ¡Me estoy mentando la madre por no darle a mis hijita sus gasto! ‘Ora que nos matemo mi alma no va a tené paz.
—¡La cota diez, agarra la cota diez! —gritaba el muy asustado licenciado al piloto— ¡Que no se te voltee esta chingadera!
El avión casi volaba de cabeza, nos agarrábamos de cualquier cosa para mantenernos sentados. Quise rezar, pero con el miedo solo me acordé de la letra del “Chubasco”, canción de bolos. Ni una plegaria aterrizaba en mi cerebro. Intenté el Credo, pero me quedé patinando en el comienzo: “¡Creo en Dios todopoderoso…! ¡Creo en Dios todo poderoso…!”. Por último me solté cantando el himno de los vanguardistas que aprendí de muchachito: “De Jesús soy soldadito, mi estandarte es la cruz, ¡viva Jesús’n!, siempre mi grito de guerra, cantaré: ¡Viva Jesús, viva Jesús, viva Jesús’n!
—¡Ah pué, doctor! —me dijo Pepe—. ¡Nos vamo a matá, y usté feliz cantando un corrido!
—¡Es un himno! Vos como no sos católico no lo apreciás. Rezá conmigo o te vas a ir al infierno (y por primera vez en su vida Pepe rezó; pero quien rezaba con las manos juntas y hasta con los ojos cerrados era el licenciado).
El avión seguía bailando. La cara del pinchi licenciado estaba más blanca que la mía. Pepe, como es morenito, sólo se puso gris. Vi al piloto abrazando al timón como si fuera su querida.
Después de un tiempo, que me pareció eterno, el baile terminó. Llegó la calma… y el color regresó a nuestros cachetes.
Nadie habló hasta llegar a Tuxtepec. Nos bajamos del avión. El licenciado sin despedirse salió corriendo ante nuestras miradas de reproche. Me hinqué y, como Colón cuando llegó a América, besé la tierra, y dije:
—¡Puta madre! Aquí me quedo a vivir hasta que compongan los puentes. No me vuelvo a subir a esa licuadora.
Pepe se olvidó que no era católico, también hincado se persignaba y decía el único rezo que se sabía:
—Llegando a mi casa les daré sus paguita a mis hijita ¡Amén!
El piloto trataba de convencernos para que, otra vez, subiéramos al avión.
—Doctor, ya no va a pasar nada. Ese güey de mi jefe se cree piloto. ¡Me ordena cada cosa, y es un pendejo! El regreso estará tranquilo, es más: le daré chance que maneje un rato el avión.
Eso me convenció. Si me daba chance de pilotear, valía la pena arriesgarse, pregunté:
—¿Cómo lo mirás, vos Pepe, nos subimo?
—Sí, pero no vaya a manejar el avión. Ya mi corazón se está quedando sin cuerda. No aguanta otro susto. ¡Y no les dejé sus paguita a mis muchachita!
Nos trepamos al avión de nuevo.
—Mire —dijo el piloto—, para llegar a Cuauhtémoc debemos cruzar la Sierra Madre, si veo un agujero en el mal tiempo, cruzamos, si no, nos regresamos a Tapachula.
Yo rezaba bajito:
—Diosito: que no haya agujero, te lo pido a vos que sos el Mero Mero.
Hubo agujero y llegamos a nuestro destino. El Charles Lindbergh mexicano preguntó si nos esperaba para que regresáramos.
—¡Nooo, no es necesario! —dije—. Aunque sea en bicicleta volvemos a casa. En adelante, ni bolo subiré a un avión así de chiquititío; y cuando vea al licenciado, miéntele usté su madre de nuestra parte.
Desatoramos la caravana y nos unimos a ella. Volvimos a Tapachula ya bien entrada la noche. Cuando dejé a Pepe, vi que en la mano ya llevaba la paguita que le iba a dar a sus hijitas.
En mi casa, Dora Celina (vestida de medio luto), esperaba la confirmación de mi muerte para cambiar de blusa y disfrazarse de viuda, pues el sonso inspector de Ciudad Cuauhtémoc, a las tres de la tarde, logró comunicarse vía telefónica a mi oficina e informó que mi avión todavía no llegaba a su destino (nadie supo de nuestro viaje a Oaxaca).
—¡Creí que ya era viuda! —dijo mi abnegada—. Estamos haciendo doscientos tamales para los rezos del novenario, pues te conoce mucha gente ¡Qué joder! Y ahora, ¿qué haré con esta tamaliza?
—Vendélos a diez pesos cada uno. Tengo hambre; anda, dame un par de tamales de mi novenario.
Los tamales estaban buenos, pedí otro.
—Me debés treinta pesos! —dijo mi pre-viuda.
Sacó un billete de mi cartera y de cambio me dio otros dos tamales. ¡Por poco me mata el empacho tamalero! Ella otra vez se puso la ropa de casada feliz y yo me puse a vender tamales: ¿Quién quiere tamales de mole hechos con amorrr…?
Enrique Orozco González
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