Cambalache, modelo de negocios

 







Cambalache, modelo de negocios

Se le recuerda dadivoso, todo un dandy, generoso, entregando propinas millonarias. Pero, como dice el sabio refrán popular, cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía.

Era un personaje grueso, cobrizo y seco, como las rocas de la precordillera, soñaba con brillar tal como el oro que circulaba por esos casinos que él había conocido como emigrante. Cruzó los límites para lograr un reconocimiento. Hoy se ha esfumado, tratando de eludir la mano de la justicia que sus víctimas han demandado y el cerco se cierra. Este cuento como todas las leyendas mineras, tiene mezcla de fantasía y realidad.

Se cuenta en las serranías del norte chileno que de niño era un vago regordete y ambicioso, que había conocido la ruina de su familia y heredado de su padre unas pertenencias mineras que eran unos viejos yacimientos de hierro, que no valían nada y permanecían abandonados. Los viejos del norte comentaban aquellos tiempos de prosperidad que había significado por décadas el hierro, una actividad que movía la economía local y que venía desde comienzos de siglo XX, sosteniendo a miles de familias nortinas. La exportación del hierro había quedado en la huella de los cerros negros y los muelles de hierro oxidados y derruidos de Chañaral y Caldera, eran testimonio de esa época de gloria. Por eso, la vieja minería estaba en la memoria de los abuelos del pueblo, en sus leyendas y en sus pulmones.

El hombre de esta historia, había vivido esa debacle de los precios en su familia y tuvo que emigrar para probar suerte a otras latitudes, haciendo lo que viniera. Así se le conoció como músico tocando el órgano electrónico, asalariado en el mundo de los casinos o quizás trabajando por propinas. Su sueño americano se forjó en Las Vegas, en los vericuetos mafiosos del lavado de activos. Y ésa fue su escuela. Hasta que llegó su oportunidad.

Habían pasado 40 años de la paralización de los embarques de hierro y la mina había quedado abandonada con su residuo negro sobre la tierra, un material de desecho que no era económicamente manejable. Pero, era el nuevo milenio y las materias primas, tan humildes como el fierro, alcanzaban demanda y precios insospechados.

Y, así, de pronto, ese recóndito yacimiento olvidado, en medio del desierto, volvió a tener valor, pese a su baja ley. Dicen que la pobreza incentiva la imaginación, sobre todo cuando ella se sufre enfrentado a la opulencia, dependiendo del propinero, generoso o mezquino de los ludópatas. Fue así, cómo este desconocido emigrante, inventó una forma de hacer fortuna de la nada. Hizo su propia apuesta.

Se propuso levantar un proyecto minero para captar inversionistas que permitieran poner en marcha el negocio. La ostentación, el disfraz de rubio de agua oxigenada, vestido de frac para encandilar en las ruedas de las bolsas, un astuto emigrante que vuelve a su tierra a organizar su modelo de negocios.

Reactiva una vieja sociedad minera heredada de su padre y regulariza la propiedad minera. Cuentan los viejos mineros que sólo quedaba el raspado de la olla en la mina. Pero, como el papel aguanta todo, sin más soporte que su ojo de buen cubero calculó lo que podía ofrecer al mercado asiático.

Los detalles del negocio se basaron en redes de confianza, en un mercado que respeta la palabra. Para presentar el proyecto a los potenciales inversionistas contacta una empresa comercial japonesa para que se ocupe de colocar el proyecto en los mercados, promoviendo la colocación del “ importante suministro de hierro” . Se hablaba de cien mil de toneladas métricas de concentrado de hierro al año, de 12 a 20 buques al año, que nadie se molestó en comprobar. ¿Cómo respaldaba esas cifras? Con la leyenda de 40 años atrás, su audacia y un marketing al estilo americano.

El audaz heredero del hierro había aprendido a jugar en los casinos y tal como se estila en los negocios de envergadura, para echar a andar el histórico negocio tuvo que negociar con operadores locales, créditos de palabra. Como no tenía liquidez para mover una tonelada de material, contrata los servicios de removido, transporte interno, acopio y embarque con una empresa local, con el compromiso de pagarlos después del embarque de cada buque.

Así, le dio realidad al proyecto y pudo demostrar que los buques zarpaban y los dólares tintineaban por los pasillos bursátiles de la aristocracia del barrio. A su vez, el agente comercial japonés, negociaba las ventas a China, instalando la oferta de hierro en el mercado. Paralelamente, el hábil emprendedor, abría una sociedad de inversiones en Panamá, una empresa de papel que se ocuparía de captar inversionistas para sustentar el proyecto.

Todo iba cuadrando, la alcancía se iba llenando. El comprador chino estaba dispuesto, la forma de recoger el material también. El mercado operaba en confianza y el tener un agente comercial japonés reconocido, le abrió puertas ante los inversionistas. El resultado no pudo ser mejor. Un grupo australiano ingresa al negocio con un importante aporte que significaba tomar control de la empresa dueña del hierro. En Panamá, socios minoritarios, amparados por el secreto con que se opera en paraísos fiscales, colocaban otra importante suma. Parecía ser un negocio redondo, los recursos financieros organizados en una inteligente ingeniería, un buen marketing y un lobby lleno de fastuosidad.

En el frente político, este mecenas comenzó a ser seguido casi como profeta, lo que le permitía ir fidelizando a políticos que le abrían puertas y se ponían para la foto con el conspicuo salvador del hierro de la región nortina. Todo pudo marchar por el carril de lo correcto, ser un proyecto exitoso y sustentable, compartido con los inversionistas… pero, el gran pero, eso no iba con su naturaleza.

La ambición rompe el saco y la codicia exacerbada del personaje detonó la segunda parte de esta historia. El primer escenario era promisorio; se concretaron con fanfarrias las primeras exportaciones. Hubo champañazos, se rompieron botellas de champagne, hubo cortes de cinta, orfeón y discursos. Fueron zarpando los primeros buques de hierro al oriente, el dinero llegó, pero la trampa fue creciendo. La firma que movía el material hasta el buque, cursó una demanda en tribunales civiles,  para cobrar los servicios prestados en los primeros embarques. Se comienza a destapar la olla. Y, de pronto, la firma original con la que se había gestado el negocio, deja de operar y extrañamente, aparece otra razón social, otro rol único tributario, que sigue exportando. Esa segunda empresa, de nombre parecido a la primera, pero sin los socios australianos, prosigue los embarques. Viene la clásica bicicleta, se pagan los primeros movimientos a la demandante, sigue la máquina funcionando. Cuando los australianos se dan cuenta de ser dueños de una empresa de papel, la cual  ha sido vaciada de patrimonio, ven que el negocio se  realizó, sin ellos, y que los cobros se hicieron , mientras el personaje filántropo con plata ajena, ya estaba montando una tercera empresa para seguir su estafa.

Van apareciendo nuevas empresas consecutivas. El modelo defraudador se repite con socios hindúes. El mismo hierro comprometido se vende por empresas donde no participan los socios financistas, hasta que revienta el fraude y los hechos llegan a los tribunales. La caja que logró juntar con su audaz maniobra bursátil fue suculenta y le dejó margen suficiente para la ostentación, las coimas a políticos, nuevas alianzas estratégicas, asesores de imagen y una tropa de abogados que van amortiguando las querellas por la vía menos escandalosa posible.

El modelo de negocios de este cuento se repitió en varias ocasiones hasta tocar fondo. Astutamente, nuestro Dandy había seducido a empresarios de otras latitudes del Asia que pretendían controlar el auspicioso recurso metálico. Los políticos acompañan las misiones comerciales con todos los gastos pagados, lo que le da al empresario del hierro un halo de respetable. Los abogados siguen amortiguando las demandas y, en apariencia, todo iba funcionando normalmente. En las elecciones municipales apoyó al político que le había abierto camino y prometió construir un gran puerto, pero, de ese proyecto sólo hubo un power point y un gran letrero carretero, aunque muchos ingenuos pisaran el palito y lo elevaran a un podio de salvador de la postergada ciudad.

Sin embargo, el mundo es un pañuelo, la mentira tiene pata corta y el prestigioso empresario del hierro cayó por su propio peso. Como en cascada fueron apareciendo en su contra las demandas de los pequeños accionistas que perdieron su dinero y del socio principal australiano que terminó declarándose en quiebra y salió del mercado. Por los ruedos bursátiles se comenta la ambición desmedida de este nortino ambicioso y la frialdad con que se apropió de dineros ajenos. Haber destinado parte importante de su botín a campañas mediáticas, le había permitido que los medios se inclinaran ante él, llamándolo filántropo. Cuando la burbuja estalló, como tantas otras historias bursátiles, el personaje emprendió su retirada, por haber sido incomprendido por su ingrato país.

Así fue que, finalmente, en medio de su soberbia el empresario cerró el ciclo del hierro barrido de la vieja mina y se replegó en una salida estratégica. Con los fondos recaudados pudo comprar influencias, lavar imagen y victimizarse. Los recursos obtenidos del bluff  bursátil fueron  suficientes para sustentar sus mentiras. El cuento termina así, con un estafador escapando de la justicia y muchos influyentes haciéndose los sorprendidos, preocupados todos por sus propios tejados de vidrio.

La moraleja: un modelo de negocios puede ser audaz, pero, si cruza los límites, se convierte en delito. Quizás ése era su modelo de negocios cortoplacista, sin medir las consecuencias. Los viejos mineros suelen decir que, tras una gran fortuna, siempre hicieron polvo a alguien. Y recordemos que Al Capone también cayó por evadir impuestos.

Caballero de la Rosa

Revista Entre Valles, Febrero 2018


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