La culpa
Hundió sus manos en
los bolsillos y partió cerro abajo, rumiando episodios imborrables, clavados a
fuego en medio del pecho. Siempre había oído decir que, al morir, la persona
deambula por todos los lugares que recorrió en su vida y siempre imaginaba una
larga agonía, dada la vida nómada que por décadas practicó, por distintos
vericuetos del mapa.
Lo que no había
entendido antes, era que la agonía se tuviese que vivir con todas las luces
prendidas, con la energía vital llevándolo por angostas veredas, donde los
paisajes vecinales habían cambiado, donde esos amigos de infancia y
adolescencia habían partido. Donde el amor se había secado como un árbol
doblado por el fuego. Y por ello, iba sintiendo que su longevidad y energía
vital eran parte de la penitencia ideada en pago por una culpa gigantesca,
metida en su venario como una esquirla cotidiana.
La bendición de
tragarse los años sin rastro en su cuerpo juvenil, comenzaba a convertirse en
la maldición de Dorian Gray, cada día más desarraigado, viendo esfumarse los
viejos condiscípulos, los amores de infancia, los barrios atesorados. La
certeza de un tiempo añadido como un gran lastre, absurdo, sin sentido.
El cambio que iba
percibiendo en su derrotero cotidiano hacia el bar, era un martillo que lo
conectaba a una culpa que nadie podría perdonar. Buscó al viejo cantinero, el capitán
de ese bar de mesón largo como mesada de submarino, con un par de timones
colgados de las murallas y un olor a vejez de braseros en sus envigados
expuestos. Ambos se conocían de siempre. Sobrevivientes al terremoto y la
soledad, mimetizados en esa barra de complicidad, con una común mirada que
mucho tenía de calabozo, con el murmullo de parroquianos a sus espaldas,
susurrando confesiones mentirosas, justificaciones capciosas para driblear
recónditas mentiras.
Una botella de vino
tinto grueso comenzaba a rastrillar los pechos y, de pronto, un sollozo enorme
se venía a su garganta y el cantinero, compartiendo la misma maldición de una
muerte remolona y floja, ponía su silencio y su mirada solidaria, empujando
hasta el fondo de la copa, ese vino que iba sellando los resquicios por donde
querían escapar los secretos. Cuando levantaban la mirada, una juerga juvenil
los rodeaba y subía de tono, el canto y la música motivaban juveniles pasiones,
sin destino. Llegaban mujeres a la barra y se diluían después de una mirada
indagadora, volviendo a sus celulares y bailes solitarios.
Era el clima de
cada noche de insomnio, cuando los resortes de la vida saltaban empujando sus
huesos a ese caminar escapista, que concluía en un vino que no embriagaba, que
era la excusa para llorar, sin que nadie, nunca, pudiera enterarse de la culpa
que trizaba su corazón, que hacía polvo sus sueños, mientras algunos hombres
maduros, que lo recordaban como amigo de sus padres o de sus abuelos, lo
saludaban admirados, felicitándolo por su salud de roble, por esa prestancia de
bohemio universitario que mantenía.
Todas esas personas
que veían en él un holograma, un ícono del rock latino, un prócer de la
reforma, un revolucionario de libros axilares, un sobreviviente de muros
derrumbados, un poeta de panfletos clandestinos, un símbolo nostálgico del
barrio latino de París, del Viejo Almacén de Buenos Aires o de los corridos
nocturnos de plaza Garibaldi.
Con sus jeans
gastados, la melena desgreñada, el tarareo personal de una balada, su retorno
por los adoquines, rumbo a casa, le permitía sollozos ahogados, que sólo los
gatos en celo percibían desde los tejados.
Los adoquines
gastados brillaban con la neblina y una foto amarilla se escondía en su
billetera. Recostado bajo un farol, sacaba la foto para mirarla. Sus ojos se
nublaban, una estampa femenina emergía en medio de un andén y de un beso. Una
promesa incumplida golpeaba su pecho, mientras la llave en la cerradura le
exprimía a la madrugada sus últimos silencios. Tendido en la cama, imaginaba
una enorme gota de tinta negra caer sobre sus ojos, borrándolo todo. Esa gota
negra era un féretro que flotaba en medio del océano y esperaba se hundiera.
Sin embargo, una carcajada de sol entraba por la ventana y lo traía de vuelta a
su realidad insondable, en un ciclo torturante que lo dejaba cada día en el mismo
punto de partida.
La muerte oteaba a
lo lejos, remolona y esquiva. Su juventud le dolía en las orejas. Los primeros
rayos del sol, despuntando el alba, iban dejando señales de un camino infinito,
que lo hacían rumiar oraciones dispersas, queriendo poner fin a esa llaga
indecible de una juventud sin plazos, el derrotero trágico de la soledad, de esa
vida burlesca, como un tango interminable.
Caballero de la Rosa
La soledad y fantasmas que nos habitan. Una luz al final del tunel.
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