Más allá de la montaña


 

El jorongo de Tequila 

Donají sonrió al escuchar a sus hermanos jugar en el patio con pelotas de

barro que contienen piedritas. “Algún día escucharé a mis escuincles correr tras ellas

igual que jugué yo”, murmuró. Era una tradición en el pueblo. Ahora ella tenía

obligaciones de gente grande. Venía el invierno y quería coser un jorongo para el

más pequeño de sus hermanos. Se sentó frente al marco/telar y se concentró en

su labor.


“Aplicaré la misma técnica que me enseño la abuela”. Sintió que

continuar con la costumbre prehispánica de fabricar sus propios tejidos era su

obligación. Su abuelo nostálgico se sentó en su mecedora de madera en la

esquina cerca de la ventana. Todas las leyendas que conocía Donají sobre

Tequila y sus alrededores, era gracias al abuelo. Ella no conocía otro pueblo.


Nunca había salido de Tequila. Esa tarde el abuelo le dijo:

-Tu abuela tenía la tez oscura y curtida por trabajar en el campo.

-Embebida lo escuchó e imaginó a su abuela recorrer las plantas de agave con

que preparaba el mezcal que le gustaba a los hombres del pueblo. La visualizó

cosechando las agujas con hilos que usaba para coser los hermosos jorongos

que hacía para vender a los que venían de más allá de la montaña.


Donají caminó espigada hacia la cocina, tenía ojos grandes y pestañas

largas; sus manos estaban teñidas de rojo y amarillo por los tintes que había

preparado. Tenía dos trenzas largas que amarraba con cintas verdes con que

ella se peinaba al despertar todos los días. Vestía un traje simple de tela cruda.


Sus sandalias lucían desgastadas por las piedras del campo.

Se paró satisfecha para contemplar el material que usaría. Colocó un cordel

de pared a pared en donde colgó toda las agujas con la fibra teñida. Eran

muchas agujas con sus hilachas que le sacó a las plantas de agave durante la

cosecha en el campo del abuelo.


Donají había preparado el día anterior el tinte rojo con cochinillas y el

amarillo con orina de vaca en dos ollas con agua hirviendo por media hora;

una olla para cada color. Les echó sal para fijar el tinte y sumergió en las ollas

las fibras durante media hora. Ahora el material colgaba alegrando el cuarto de

colores. En eso estaba, cuando una pelota sonora voló por la ventana y fue a dar

donde colgaban las agujas con hilo que quedaron desparramadas por el suelo.

El abuelo pegó un brinco asustado y puso orden afuera con los niños mientras

Donají corrió a salvar las agujas del polvo.



Sonia Ehlers

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