El conquistador

 



Don Ramón era un español de ojos verdes con tez blanca y cabello marrón. Había venido al país centroamericano con la esperanza de mejorar su vida tanto económica como social. Trabajaba muy duro y guardaba todo el dinero que podía.

Con los años, pudo adquirir una finca de café y tenía siembras de flores. Tenía ya 48 años de edad y seguía soltero. Por dedicarse tanto al trabajo, no había podido encontrar una enamorada que lo tomara en serio. A él esto no le preocupaba, porque quería estar bien establecido antes de comprometerse con alguna de las jóvenes casaderas.

Los sábados eran los días que les pagaba a sus trabajadores. Ver la forma cómo se preparaba para hacerlo, a uno como observador lo sacaba de onda. Don Ramón era una persona muy agradable y verlo sonreír era un placer. Eso sí, verlo enojado era simplemente incómodo. Decía las palabras más ofensivas que jamás había escuchado. Es más, hasta agarraba el disgusto con Dios dirigiéndole toda clase de improperios.

Yo estaba de espectador. Tuve la suerte de ser su invitado ese fin de semana. El lugar era fascinante. Era privilegiado. Tenía un caserón de madera bastante cómodo y lleno de ventanales para que se pudiera embelesar el espectador con el paisaje paradisíaco de las montañas, el río y el valle.

Don Ramón era un hombre espléndido según la opinión de los que lo trataban socialmente, pero para sus trabajadores era déspota y lo consideraban miserable.

Ese sábado, al mediodía, pude observar cómo le pagaba a los indios que habían recogido el café. Afuera de la casa, acomodó una mesita, una silla y encima de la mesita colocó un revólver. Le pregunté para qué el revólver y me contestó que para intimidar a los campesinos y protegerse, porque algunos eran violentos.

En eso, empezó a llamar a cada trabajador, utilizando un listado que tenía. “Jacinto Luna”, llamó alzando la voz para que lo escucharan. Este se acercó, él le mostró el detalle de las horas trabajadas, lo que se le pagaba por hora, le hizo firmar o poner una marca a lado del nombre en el listado para dar constancia de que había recibido su salario y continuó con el siguiente en la lista. Así fue llamando uno a uno de los trabajadores hasta llegar a “Filomeno Vargas”.

Yo, callado en una esquina, observaba todo el asunto y no podía dejar de imaginar a mi amigo vestido como un conquistador español de los años del descubrimiento de América con su casco plateado, su espada filosa y su escudo adornado con insignias de la madre patria. Mi amigo, de estatura pequeña, tenía un parecido al gran Napoleón, pero en versión española. En vez de hablar francés, hablaba español y mezclaba el gallego, ya que era oriundo de Galicia.

La sumisión hasta entonces de los indios era impresionante, pero luego que le dijo a Filomeno que le iba a descontar $20 por haberse bebido el aguardiente que tenía en la bodega, se formó un alboroto. Filomeno empezó a vociferar y a decirle hasta del mal que iba a morir.

Mi amigo me susurró al oído que lo siguiera a cuenta de tres, y corriendo, nos metimos al caserón, cerrando la puerta con todos los cerrojos. En ese instante, empezó la sublevación de la raza oprimida.

Anayansi Ehlers 

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