El sacapuntas



Me encontraba rebuscando unos documentos en una gaveta de mi cómoda, cuando de un bolso de tela se deslizaron chécheres y cosméticos. Hubo uno de ellos que llamó poderosamente mi atención: era el sacapuntas rojo, con la navajilla oxidada de apenas una pulgada, que usaba mi madre para afilar su lápiz de cejas, y el cual cuidaba con esmero. 

Mi madre, conservadora en el gasto, nunca lo cambió. Yo pensé, al contemplarlo, que era el momento adecuado para afilar un par de lápices que hacía mucho tiempo no tenían el grafito. 

Al tomar el sacapuntas, que apenas funcionaba, sentí un escalofrío entre mis dedos que me trasladó a mi infancia. 

Veo las manos de mi madre tratando de sacar filo al lápiz dark Brown, que al rato usa frente al espejo para acentuar el tono de sus cejas y aquel lunar sobre el labio superior, tan piropeado y cantado. 

Se viste y sale a hacer sus mandados esparciendo un aroma fresco a lavanda mientras se aleja. Al salir, cierra la puerta y yo vuelvo a la realidad. 

Un día de mayo, sin acentuar sus colores, acudió al llamado de su destino y solo me dejó este diminuto y útil artefacto, que atesoro porque, a través de él, todavía puedo ver sus delicadas manos y aquel lunar al que tantas veces le canté.

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