La maleta encantada
Parado frente a una endeble mesa de largas patas metálicas, cuya cubierta era una maleta de viajero, de aquellas forradas en papel de color té con leche, con rallas blancas y rojas en sus extremos y dos correas de cuero que servían de amarras, el hombre vomitaba borbotones de palabras con una pulcritud y un extraño encanto en su pronunciación, que los embobados transeúntes nos quedamos extasiados mirándolo, como al director de una orquesta, que con maestría dirige un concierto en una función de gala del Municipal.
A la par que con sus ágiles manos sacaba desde el interior de tan singular mostrador, toda clase de artículos, que ofrecía a precios muy bajos, iba recalcando con marcada vehemencia que su trabajo lo hacía por especial encargo del fabricante, insistiéndole a la concurrencia, con su empalagoso discurso, que no solo llevara uno, sino dos y tres pares de calcetines del mejor hilo mercerizado, reforzados en punta y talón; igual cantidad de finos pañuelos para hombres; brillantes peinetas de carey y hermosas corbatas de seda de la China, todo por la irrisoria suma de unos pocos pesos. Era el vendedor ambulante o charlatán como los llamaba mi madre.
Estos singulares personajes de la ciudad, hoy en día casi en extinción, tenían muy mala reputación en mi familia y mi madre y mi abuela decían que eran los sinvergüenzas más grandes, ya que todo lo que vendían era de mala calidad y las dueñas de casa que les compraban sus bagatelas, no hacían más que llegar a sus hogares para comprobar que el pelapapas, que ellos tan bien manejaban o el freidor de picarones, redonditos y crujientes, fallaban al primer uso, ya fuese porque el primero, que no era otra cosa que un alambre que se agregaba a los cuchillos, se doblaba entero y no pelaba ninguna papa o el molde del picarón se desprendía de su mango y la dueña de casa, entusiasmada con hacerle picarones a su marido, que más que seguro la felicitaría por su singular habilidad, terminaba toda quemada de aceite y llena de engrudo en sus manos, cara y delantal.
A pesar de tan ácidas referencias, en aquellos años de mi niñez me entusiasmaba mirar a esos singulares personajes, cuando sacaban de sus encantadas maletas el quitamanchas universal, los prácticos tubos de gas para encendedores Ronson, las escobillas mágicas que no dejaban pelusas en las alfombras ni en la ropa, y los novedosos cuchillos sacabocados, que hacían artísticos cortes en papas, frutas y verduras; algunos de ellos, productos que muchas veces no se necesitaban en la casa, pero que la verborrea de los charlatanes, en cuyas manos sólo funcionaban estos artículos, los hacían tan atractivos para los curiosos transeúntes de la calle, que muy pocos se negaban a comprarlos.
Fue lo que le pasó a mi madre, el día en que se dejó llevar por la imagen de unos hermosos, dorados y redondos picarones, hechos por uno de estos charlatanes, en plena calle Serrano, a la salida de la ferretería Karlezi, con la mágica maquinita de aluminio, que le aseguraba a la dueña de casa un éxito sin par.
No recuerdo haber comido picarones más deformes, llenos de protuberancias, como los que ella hizo esa tarde ni olvidaré la sarta de palabrotas con que recordó al hombre, quien, a contar de ese día quedó registrado en mi memoria como un sinvergüenza.
A pesar de tan malos antecedentes, los charlatanes siempre fueron para mí un motivo de atracción y no perdí ocasión en aquellos años en que me mandaban a comprar al mercado del puerto, para disfrutar de la fantasía de los eternos vendedores de la maleta encantada, llena de mercaderías y su relamida verborrea recargada de eses.
Jorge Cepeda González
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