Las rutas del agua
Al desierto hay que tenerle respeto, en sus dunas y mesetas no se puede improvisar. Para navegar en su soledad inmensa y procurar conocerlo, hay que viajar con baqueanos que ubiquen sus riesgos y sepan conducir al visitante por las rutas del agua.
Por ese relieve agreste, los incas supieron diseñar caminos y acueductos. Nos enseñaron a bajar el agua en terrazas, llevando vida, a la dura roca milenaria. Esto que es fácil de leer en los libros de texto, se hace una odisea enorme cuando uno recorre la inmensidad de esos caminos, cuando se tragan cientos de millas de estériles mesetas, cubiertas apenas con una vegetación porfiada de champas color verde terroso. Es increíble ver como los cactus se visten de una esponja verde para absorber la camanchaca, es impactante como sus brazos intentan cazar una estrella, pero se conforman al final con la bruma marina que los baña y hace que el seco y rocoso paisaje se haga habitable, con zorros y pájaros de desierto, que viven de ese parásito que cubre los cactus, avecillas que son a su vez apetecidas por aves mayores y así, el desierto crece en vida agreste, en especies aguerridas que le hurtan al desierto pequeños espacios de sobrevivencia.
En medio del desierto el hombre instaló las salitreras que hoy son pueblos fantasmas, reliquias de una época de rigores. El desierto ha guardado, con el respeto que no tuvo el poder, los restos casi intactos de las víctimas de la masacre de
El agua, cuando cruza y se contamina con la tierra ácida de metales, no es buena para el hombre. Son los animales los que distinguen en el desierto esas aguas venenosas de las que son aptas para saciar su sed. Por todo esto, hay que tenerle respeto al desierto, sentir en su silencio o en sus bocanadas de viento gélido, que constituye un espacio reservado para un nivel mayor de consciencia, que de esas enormes alturas puede fluir una esperanza nueva para otras civilizaciones, en otro tiempo distante.
Tan imponente es el desierto y sus salares, que cuando uno se aproxima a él, en forma natural te penetra la piel un mensaje atemporal, dejado en el cosmos por pueblos de otras épocas, que supieron rendir honores a la madre tierra, que supieron que el agua es de todos y de nadie, que al hombre le compete aprender las lecciones y los ciclos de la naturaleza, sin violentar sus reglas, sin dañar el entramado divino de su cadena ecológica.
Cuando te asomas al desierto y lo cruzas atrevido y explorador de sus rutas de agua, aprendes de a poco que se necesita muchos siglos en el cuerpo para llegar a identificar sus caminos, sus secretos.
Sé de quienes lo han logrado, sé de quienes se integraron con amor y respeto a sus desfiladeros, sé que ha habido pueblos y hombres que inclinaron la cerviz ante tanta maravilla, para aprender con humildad absoluta sus lecciones milenarias. Aún quedan vestigios de los pueblos nómades que circulaban por las rutas del agua apacentando sus piños, transitando por desfiladeros de montaña, a lomo de mula, libres como el viento.
Ay de aquellos que vengan a estas tierras a invadir la pureza de estas montañas, ay de quienes quieran talar estos cactus o asesinar los camélidos salvajes, ay de aquellos que movidos por la codicia pretendan demoler esta arquitectura del cielo. Sobre ellos caerá la maldición del viento andino, que ametrallará sus escuálidas almas por siempre, impidiendo su reposo.
Las rutas del agua son misteriosas y cuando florece ese desierto inhóspito y salvaje, un canto profundo viene a decirnos que la vida en estas dimensiones, exige respetar sus crucigramas de arenas y sales, porque detrás de esa soledad y ese silencio, la vida está allí, sumergida debajo de los siglos, esperando el nuevo ciclo natural que la hará nuevamente ser un vergel planetario. En la consciencia de la tierra, el tiempo humano es apenas un chispazo insignificante. Hay que respetar esos secretos.
Hernán Narbona Véliz, Atacama, 22 de septiembre de 2007
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