Valparaíso, 3302 Sur, crónicas porteñas

 


En el puerto


Un seco frenazo puso término al viaje en tren. Eran pasadas las dos de la tarde y el sol de diciembre, más suave que en Santiago, se colaba por entre los abiertos ventanales del techo de la estación del puerto; lo acompañaba una brisa olorosa a algo y que, al decir de unos pasajeros que se aprontaban a bajar, levantaría polvareda en los cerros al atardecer. “Es el viento de Valparaíso” dijo uno, con propiedad, antes de abandonar el atestado carro.Una mujer cincuentona, con cinco chiquillos, de uno a siete años, esperaban sentados mientras la masa de viajantes descendía.

 

-Toño, toma de la mano a Enrique y tú Víctor a Jacinto.

 Bajaron al final de todos; hermanados los niños mayores, cada uno con un pequeño bolso y la mujer con el más pequeño y una maleta. Salieron al espacio abierto anejo al muelle y vieron por primera vez el mar.

 

-¿Señor, me podría decir dónde queda la calle Tomás Ramos?

 

-Mire hacia el cerro señora, justo enfrente, donde ese viejo edificio hace esquina con la plaza, allí está la calle que busca.

 

-Gracias. Perdón, ¿cómo se llama esta plaza?

 

-Sotomayor y el edificio ese, es la Intendencia, agregó el transeúnte.

La mujer sonrió en señal de agradecimiento.

 Dieron media vuelta y se encaminaron hacia el lugar, sorteando un par de calles antes de llegar a la esquina en donde nacía la que buscaban, que parecía haber sido, alguna vez, una quebrada entre dos cerros. Mientras subían la adoquinada vía se dieron cuenta que caminar en Valparaíso no era lo mismo que en Santiago. La suave pendiente del comienzo, poco a poco les dificultó el paso, a medida que escalaban por el empedrado camino hacia las alturas, cansándolos y obligándolos a detenerse cada cierto trecho. Su destino se encontraba cinco cuadras más arriba.

Al cabo de casi una hora de fatigoso ascenso, luego de girar la enésima curva de todo el trayecto, la familia se enfrentó a la casa que sería su hogar en los próximos años, el 524 de la calle José Tomás Ramos y Ramos. Parecía un castillo apegado a la ladera del cerro; impresionaba su encementada solidez y su color gris, que irradiaban frialdad frente a las humildes casitas de oxidadas latas de los alrededores.

Una vez dentro, la mujer comprendió que estaban dejando atrás su ciudad natal, muchos amores y recuerdos; los niños, a un abuelo desconocido; una abuela abandonada, despechada y malgenio; otra abuela, lavandera y querendona; tres hermanas mayores, hijas de otro padre; una cantidad de primos y primas; el barrio Santa Rosa; la familia Salinas de Quilicura, compadres de la mujer cincuentona; el zoológico y el funicular del San Cristóbal; el río Mapocho; las tiendas Gath y Chávez y A la Ville de Nice; el tranvía de la línea 36 San Pablo-Matucana-Las Rejas, el último de su especie; el paseo en bote en la laguna de la Quinta Normal; la plaza Bogotá, el teatro América y el kiosko, donde la abuela abandonada, despechada y malgenio vendía cigarrillos; el Club México donde los hijos de la mujer cincuentona probaban guantes con otros niños de la calle San Pablo; la casa de San Pablo 1636, donde vivía la Llallita, una de las hijas de la mujer cincuentona, lugar del despertar sexual del niño Jacinto; y la vieja casa-taller de San Francisco 1636, donde la mujer cincuentona se amancebó con Segundo, un joven aprendiz de sastre, que la engatusó cantándole tangos y formaron una familia que buscando nuevos horizontes dejó la capital.

Aquella noche todos durmieron profundamente; el agotamiento del viaje y el cansancio de la subida del cerro los dejó exhaustos. Solo Jacinto se demoró más tiempo en sucumbir; las imágenes de la nueva ciudad, desde la salida de la estación del tren, lo perturbaron por un largo rato. Todas ellas quedarían grabadas ad eternum en su tierna mente.

Entre hilachas y tijeras

Nací entre hilachas y tijeras, en el taller de sastrería que mis padres habían armado en su propia casa: San Francisco 1636, en un barrio popular en Santiago. Dicen que en un comienzo la casa era espaciosa y cómoda, pero cuando yo llegué a ella estaba repleta de gentes que cosían o planchaban ropas en algunas de sus piezas. En una de ellas crecí, entremedio de camas y petacas; máquinas de coser, planchas y percheros y un par de cajones de te Ratanpuro, convertidos en prácticos corrales-cuna para cuatro hijos. En otra de las piezas vivían las dos abuelas: mis grandes madres y dos medias hermanas. 

Aquellos fueron días felices y tranquilos de los cuales conservo el recuerdo de Erta, la mejor ayudante del taller, quien además nos cuidaba mientras mamá trabajaba. Era una matrona germana, alta, rubia, maciza, quien trabajaba con mis padres desde hacía varios años. A medida que fuimos naciendo los hermanos, ella nos fue queriendo como sus propios hijos.

Al finalizar mi cuarto año de vida, todo cambió y lo que en un momento fue paz y felicidad, de repente se convirtió en un desenfrenado trajín para desarmar el taller y la casa, empacar algunas pocas pertenencias y ropas y prepararse para dejar la gran ciudad. Mis padres habían decidido independizarse del resto de la familia y trasladarse a vivir al puerto de Valparaíso. Los primeros días de diciembre de 1951, una mañana asoleada y calurosa de verano, nos embarcamos en el tren que nos llevaría hasta el nuevo hogar. 

Un par de recuerdos inolvidables de aquél día aún persisten en mi mente; primero, la despedida de la cariñosa Erta, que nunca he olvidado. Nos abrazó uno por uno, con lágrimas en sus ojos color esmeralda, sabiendo quizás que no nos volvería a ver nunca más. Y así fue.  Después, la inmensidad de la Estación Mapocho, férrica, metálica y oscura, que embrujó mis pensamientos, sin saber entonces que muchas veces volvería a ella en los siguientes años y me convertiría en un enamorado de los trenes. 

A un costado, en una de las vías, una poderosa locomotora –años más tarde supe que era marca Baldwin-Westinghouse-, enganchada a un rosario de carros, esperaba a los pasajeros de aquella jornada. Era temprano cuando nos subimos a uno de los últimos vagones, de tercera clase, con asientos de madera. 

Al dar las 8 de la mañana, un fuerte pitazo y un bufido salido desde las entrañas de la máquina, dieron inicio al gran viaje de nuestras vidas. Lentamente primero y luego con regular velocidad, el convoy salió del gigantesco galpón, dejando atrás a la ciudad, pero deteniéndose en cada estación del trazado ferroviario, como queriendo alargar su estadía allí.

Al cabo de una hora de bamboleante trayecto, atravesamos la cuesta de las Chilcas, y varios pueblitos fantasmas: Batuco, Polpaico, Tiltil, Rungue y Montenegro, antes de llegar a la mitad del viaje; a Llay-Llay, una simpática estación, a la entrada de una comarca campestre, cruzada por un río que bañaba un verde valle, prieto de tierras cultivadas. El descanso obligado, allí, a la orilla del andén, grabó en mi memoria la imagen de las “palomitas”, esas mágicas vendedoras de primores y refrigerios para el resto del camino.

La segunda parte del viaje nos llevó atravesando nuevos campos, de variopintos colores, mientras la bufante máquina acortaba el camino hacia la brisa del mar que nos esperaba, dejando atrás otros villorrios: Ocoa, La Calera, Quillota, San Pedro, Limache, inmersos en un espectáculo único, pues aprendí que viajar en tren no solo era trasladarse de un punto a otro, sino que era vivir una mágica aventura, siendo espectador de una obra montada en un singular escenario: el pasillo de los carros, por donde, cada cierto trecho, circulaban desconocidos actores vociferando sus parlamentos, equilibrándose de los bandazos que daba el convoy, envueltos con la ruidosa sinfonía del traca, traca, traca. 

-¡Malta, Bilz y Pilsener!, cantaba el vendedor de bebidas. ¡Sustancias de Curacaví!, parecía responderle otro comerciante, en tanto un tercero, ofrecía tentadores sándwiches de jamón-palta. 

A lo lejos, desde otro carro, llegaban las melódicas rancheras mejicanas en la voz de un cantor ciego y su acompañante, intérpretes de acordeón y guitarra, alegrando la monotonía del viaje. A su vez, cada cierto trecho, la cantinela de ¡todos los boletos sin revisar!, cantada por un severo inspector, acompañado con el ruido metálico de su ojetilladora, ponía en aviso a las madres que pretendían no pagar el boleto de sus hijos más pequeños, haciéndolos ver de menor estatura, que la mínima exigida por la empresa de ferrocarriles. 

Luego de cruzar el último puente ferroviario, el de Las Cucharas, un penetrante olor despertó en mi la curiosidad por conocer que lo producía.

 

¡Niños, miren el mar!  Nuestra madre nos invitaba a disfrutar el espectáculo que ofrecía al paso del convoy, la regia bahía de Valparaíso.

 Cercana a las dos de la tarde, la larga travesía llegó a su fin; el puerto, con sus mil ruidos, nos envolvió. 


Conociendo el barrio


Desde aquél lejano día de semana de diciembre, en que nos instalamos en la nueva casa, la vida dio un gran vuelco. Pajaritos nuevos en las cercanías del recodo de la calle, que subía hacia la cumbre del cerro, encontramos un vecindario que muy pronto nos acogió y con cuyos integrantes iniciamos una linda relación.

 

  Los comienzos fueron días de encierro obligatorio en el nuevo nido, un verdadero refugio en un entorno desconocido para todos nosotros. Allí retomamos la infancia iniciada tan lejos, recorriendo y reconociendo la vastedad de la propiedad y luego el exterior de la casa, partiendo por un patio a la entrada de la casa, que era el segundo nivel de toda la propiedad (solo en Valparaíso se encuentran casas colgando de quebradas, con balcones y terrazas sobre el techo de la casa vecina o interminables escalas que suben y bajan por las laderas de los cerros, conectando los lugares más inaccesibles de su loca geografía), para luego adentrarnos, poco a poco, en el barrio, con la clara intención de acercarnos y conocer a los demás  residentes.

 A los primeros que conocimos fueron a los jóvenes Ahumada, una familia más numerosa que la nuestra, con la gran diferencia que la mayoría de ellos eran lindas chicas; todavía recuerdo sus nombres: Bety, Tina, Rosa, Inés y Loly. Vivían en frente nuestro, en una casa apegada al faldeo del cerro opuesto, que su padre no se cansaba de ampliar y mejorar.

 Junto a nosotros, en la casa del tercer piso, vivía la familia del señor Vargas, un marino con su esposa y tres hijos, una de las cuales, María Teresa –una niña hermosa, rubia y pecosa- tenía casi mi edad. Fue ella mi primera amiga y el inicio del doloroso aprendizaje del amor.

 Pero los vecinos que más me impactaron, fueron sin dudas, el matrimonio Peña-Atenas, quienes ocupaban los galpones de la planta baja del edificio. En uno de ellos, la mujer, doña Enriqueta, atendía una fuente de soda y en el otro, su marido, don Gabriel tenía un taller de gasfitería –una verdadera caverna abierta en la roca del cerro, oscura, mal oliente y repleta de trastos viejos, herramientas y cachureos. Ellos eran mayores y no tenían hijos y no sé porque razón, desde el primer momento, me prodigaron una gran atención y cariño. Muchos días de mi infancia les acompañé en su triste soledad.

 A don Gabriel le conocí como “el maestro”. Era un gasfíter muy competente y de buen corazón, pues pocas veces cobraba por los trabajos que le encargaban. Pasaba ocupado muchos días de la semana detrás de un gran mostrador, de color indefinido, que separaba la trastienda de la entrada del taller, en cuya superficie, grasienta, rugosa de hoyos, quemaduras y ennegrecida con suciedad de años, se podía encontrar todo tipo de elementos propios de un gasfíter, tornillos, tuercas, golillas, herramientas, trozos de tubos, la caja con restos de sal de amoníaco y un anafre Primus a parafina, en donde calentaba un cautín cada vez que necesitaba soldar.  Aún recuerdo el fuerte olor de la soldadura de plomo escurriéndose por las cañerías de cobre, mientras mi amigo unía dos trozos.

Este viejo vecino y amigo no era un gasfíter cualquiera; era un tipo letrado que le gustaba leer y además jugar ajedrez, afición que muchas veces lo hacía solo, desarrollando partidos que conocía de memoria. Él me enseñó a mover las piezas y a jugar; sin embargo, yo no adelanté mucho, pues no demostré un mayor interés. Asimismo, era un acérrimo comunista, devoto admirador de la Unión Soviética y lector consuetudinario del diario “El Siglo”, el periódico del partido. Sufría de úlceras al estómago y frecuentemente consumía Cenestol, un remedio de la época para aliviar sus fuertes dolores. Le gustaba pescar y él mismo se confeccionaba sus aperos, especialmente las plomadas, que las hacía con trozos de cañería de fierro fundido, las que rellenaba con el plomo de los antiguos tubos de pasta dental, que fundía en un pequeño perol.

Al lado, doña Enriqueta - una mujer emprendedora, de origen campesino- vendía todo tipo de bebidas, incluso cerveza, pan, leche y uno que otro comestible. Siempre estaba buscando nuevas mercaderías para llenar el local y emprender otras actividades para mejorar su situación económica, como aquella vez en que, acicateada por su marido, le llevó a intentar convertirse en peluquera para hombres. Recuerdo, aún con dolor, lo que me hizo sufrir cada vez que me cortaba el pelo con aquellas infernales máquinas a tracción manual.

Uno de mis mejores recuerdos de aquella época, son los paseos que ella organizaba en el barrio, durante el verano. El domingo fijado, nos despertábamos muy temprano y bajábamos a la calle a esperar la micro que nos llevaría a Puente Colmo, un lugar campestre, con rica vegetación y agua corriente, en donde disfrutábamos de un día de relajo, bañándonos en el estero o pescando. 

El maestro Gabriel despertó en mí el interés por la pesca, actividad deportiva y de recreo que por varios años practiqué en la costanera del puerto -un paseo público en donde las familias solían recorrer los domingos, disfrutando la proximidad del mar. Cuando tuve edad y porte comencé a acompañar a mis hermanos mayores y a otros amigos. Parado al borde del muelle me entretenía ensartando tebos, pedazos de macha o sardinas en los anzuelos; enguerando un poco la mar próxima (tirábamos algunos gusanos o pedazos de pan para atraer a los peces) y lanzando el nailon lo más lejos posible, para no enredarlo con otros pescadores.

El regreso a casa, al atardecer, muchas veces lo hicimos cargando un azuloso jurelito, unas cuantas sardinas pescadas al pinche e incluso, una que otra jaiba, si la pesca había sido buena. Con los años, para semana santa, nos atrevimos a fletar el bote del Califa, un viejo botero que nos acercaba a los viejos lanchones de una industria ballenera, que se oxidaban en medio de la poza, meciéndose rítmicamente.

Una tarde lejana, de seguro un viernes, fin de la jornada de trabajo, conocí en la fuente de soda de doña Enriqueta, a Héctor “Pilongo” González, un joven con facciones poco agraciadas, rechoncho y de gran simpatía. No tenía grandes estudios, pero era un tipo bastante instruido. Trabajaba de obrero en una imprenta, en donde se acostumbró a leer. Jugaba ajedrez con el maestro Gabriel. Aquellos días, como dije, al atardecer, mi amigo “Pilongo” se lanzaba a beber pilseners y no paraba hasta que no podía permanecer de pie. Fue un buen amigo que recuerdo con cariño.

Alicia la de las pecas

A poco de estar viviendo en el nuevo barrio, conocí, un día cualquiera, a mi primera amistad femenina. La vi una tarde comprando pan en el negocio de doña Enriqueta. Era una niña como de mi edad, hermosa, rubia y pecosa. Vestía falda plisada de tela escocesa verde y un chaleco de lana con grandes botones. Varios días después supe que se llamaba Alicia y que era la hija menor de una familia que vivía en una casita, a la entrada de la escala Daniel Morrison. 

La volví a ver otro día, al regresar de la escuela con mis hermanos. Estaba sola en la puerta de su casa. Fue el comienzo de nuevos encuentros, silenciosos, de miradas furtivas, siempre al mediodía, de lunes a viernes.

La imposibilidad de verla los fines de semana, agudizó mi ingenio. Un sábado después de almuerzo, me dirigí hacia la escala. Allí estaba, sola, saltando la cuerda. Aunque mi intención era verla, en ese momento no supe que hacer, así es que apuré el paso para seguir subiendo, aparentando otro propósito; con tal suerte que, la soga con la que saltaba cogió una piedra del suelo y fue a estrellarse en una de mis piernas. Soporté el dolor –tampoco fue muy fuerte- en tanto ella dio un grito y se acercó corriendo a mí.

No hubo reproches ni disculpas; los niños no lo hacen. Solo hubo caritas de congoja, dolor y luego sonrisas; si, muchas sonrisas y las primeras palabras. Allí supe su nombre y ella el mío. La bendita piedra la puso en mi camino e impidió que hubiese tenido que subir la escala completa.

Al cabo de unas semanas, los primeros fríos del otoño comenzaron a refrescar las tardes; fue entonces que su madre nos permitió que jugásemos dentro de la casa, en el patio interior, que estaba techado. Del último rincón, detrás de una gran artesa de madera donde la mujer lavaba ropa, hicimos nuestro lugar de juego.

Sintiéndonos los progenitores de una familia imaginaria que criaba a sus hijos, día tras día se acortaron las distancias que nos separaban y las caricias no tardaron en ser parte de tan singular puesta en escena. Un primer abrazo, ejecutando el rol de dos amantes padres, fue el preludio de los siguientes arrumacos y un tímido beso, casi al caer la noche, selló nuestros labios de niños que no entendían lo que hacían.

El viejo y perfumado aromo en flor que cerraba el final del zaguán, fue testigo de aquellas niñerías, que, a poco andar, nos envolvieron en una nube mágica que nos hizo perder la conciencia, la vez en que, sin una pizca de maldad, solo armados con la inocencia de quienes no comprendían el significado y la importancia de sus actos, nos desnudamos para explorar nuestros infantiles cuerpos. Fue la primera vez. Alicia tenía 8 años y yo 9. 

Esa noche, en la tranquilidad del hogar, mientras intentaba dormir, sentí temor de que mi familia o la de ella, se enterasen de nuestras andanzas y nos castigaran, negándonos la posibilidad de volvernos a encontrar. Mi sospecha se confirmó el día que Alicia me confesó que le había contado a su hermana Rebeca que, a veces, jugando, nos besábamos. Por su parte, la mujer, le advirtió que tuviésemos cuidado. No se besen mucho –le dijo, se pueden enfermar. 

Sentí vergüenza y rabia, de saber que aquél acto íntimo –de por si puro e inocente- era conocido por otros. Hasta entonces no sabía que los besos producían enfermedades y también, sentí miedo. Esa misma tarde le prometí a Alicia que nunca más la besaría.  No quería que ni ella ni yo nos enfermásemos; tampoco, que sospecharan que seguíamos haciéndolo. Me miró sonriente y sentí un dejo de burla en sus palabras. Los besos no dañan a nadie; pero si podemos enfermar de amor. Quedé perplejo con su explicación; al final, igual nos enfermaríamos. Su mano cálida, llevándome hacia nuestro escondite me hizo olvidar todo.

Un frío día de agosto, alargándose hacia el atardecer, enfermamos de amor. Fue un tiempo de mucho pesar, pues tuvimos que guardar cama y no vernos por una semana. Mi madre me cuidó, dándome tisanas y otros remedios. Todos en casa hablaron que había contraído la gripe de invierno. No quise contradecirlos.

Al vernos nuevamente, sentí que la enfermedad me había afectado mucho más que a ella. Alicia lucía más alta; pálida, pero igual de hermosa. Yo, más delgado y débil. Entonces tomé conciencia que había despertado en una etapa de la vida que aún no me correspondía, y que, aunque dura y sacrificada fuese y afectara mi salud, bien valía la pena vivirla enfermo de amor.


Explorando el barrio

Fue un día de aquellos tantos que viví en la casa del quinientos veinticuatro, casi a media mañana, cuando el grito de un hombre cuya voz era potente, llamó mi atención:

 ¡Pescá, fresca la pescá!

Era el vendedor de pescados; pronto supe que se llamaba Martín; Martín el pescador. Era un tipo bajo y macizo que religiosamente, miércoles y viernes, subía la calle equilibrando en su cabeza un canasto de mimbre y voceando su mercadería. Allí en el entorno del vecindario, se ganaba en un pequeño muro de piedra que había al comienzo de la escala Morrison; bajaba el canasto y esperaba a las caseritas que pronto llegaban a su lado a comprarle. Elegida la pieza, Martín, con gran maestría y rapidez, blandía un cuchillo, limpiando y destripando los pescados. Con igual habilidad los envolvía en papel de diario, un fajo que siempre llevaba sobre su cabeza para alivianar el peso del canasto.

 

De los atardeceres del otoño también recuerdo a otro singular personaje, tan típico como el pescador. Una sola vez lo vi, fue una noche de espesa neblina cubriendo el cerro; la luz de un farol y la entonación de una jerigonza precedía su paso.

¡Motemey, pelao el mey, calentito!

Era un hombrecito bajo y delgado, lucía un sombrero raído, un poncho de lana protegía su cuerpo; vestía un pantalón oscuro arremangado y calzaba medias de lana cruda y ojotas de neumáticos. Con un canasto de mimbre en un brazo pasó vendiendo algo que solo conocí muchos años después: el motemey, un rico maíz cocido, que el mismo cocinaba y que se comía en la calle, por unos centavos el tazón.

Durante aquellos difíciles años que transcurrieron entre el transcurso de la niñez a la pubertad, llegó el tiempo de serle útil a mi madre y comencé a ayudarle en las compras, como lo hicieron antes mis hermanos mayores, recorriendo y conociendo el entorno y los barrios aledaños al nuestro. Una de aquellas salidas me llevó hacia una lechería que funcionaba en la calle Castillo del cerro Cordillera, un verdadero establo, en donde diariamente compraba dos botellas de leche. Asimismo, bajando hacia el plan, enfrente del ascensor San Agustín, estaba la carnicería del chino Jorge Won, cuya hija, Patricia, era una hermosa chinita. Era el único carnicero que vendía carne de ballena, en una época en que se faenaban estos gigantescos mamíferos, en la caleta de Quintay.

A medida que transcurrieron los años, así también se extendió mi recorrido hasta alcanzar la plaza Sotomayor –la misma donde llegamos desde Santiago. Apegada al cerro, la concurrida calle Serrano era el centro comercial del barrio el Puerto, colorido y ruidoso, efervescente de tráfico de vehículos y de personas, que atrapó mi interés, a tal punto que, sin tener la obligación de bajar a comprar, me ofrecía para salir y recorrer su adoquinada perspectiva, maravillándome con sus elegantes tiendas, llamativas vidrieras y antiguas edificaciones, que testimoniaban un pasado esplendor.

De ese barrio encantado recuerdo la Camisería Gittelman, un variopinto mundo de camisas, corbatas y otras prendas para varones, donde mi madre nos compraba ropas para navidad; “La Alhambra”, una multicolor tienda de lanas y telas; la “Casa Fernández”, una tienda de ropas para damas y la “Sastrería Ibarra”, para los varones; la iluminada casa de artículos eléctricos de Enrique Morales Guzzo; las librerías “Universo”, “El Mago” y “La Mar”, con su gran surtido de lapiceras y juguetes; el emporio “Ansaldo”, que vendía exquisitas comidas y licores importados; “Calzados Jarman” y “Bata”, en donde me compraron mi primer par de zapatos con punta cuadrada, que era la moda de esos años y la atrayente Ferretería “Karlezi”, un mundo de herramientas y artículos de pesca y caza.

Caminar por Serrano obligaba a llegar hasta la plaza Echaurren, un barrio bravo, con su inconfundible pileta adornada de palomas; gañanes, marinos mercantes, cesantes y provocativas meretrices, recuperándose del trasnoche, bajo los rayos del sol y su popular entorno, las calles Clave y San Martín, repletas de bares de mala muerte y casas de remolienda, como el bar “Liberty” y “Los siete espejos”, que alguna vez picó mi curiosidad por conocer tan singular residencia; también, la iglesia “La Matríz del Salvador”; la farmacia Knop; el emporio “Echaurren”; la Perla y la Joya del Pacífico, dos tiendas de ropas de unos españoles; “La Bandera Azul”; el mercado del puerto; el Comisariato o almacén regulador de precios y el Consorcio, una singular avícola que se caracterizaba por dos cosas que me impactaron: era el único negocio que vendía huevos líquidos, sin cáscara y además tenía a la vista una incubadora de pollitos. Los huevos que durante el día se quebraban, los echaban en una gran barrica de vidrio que exhibían en el mesón, desde donde se sacaban con un cucharón para venderlos. Recuerdo que mi madre me enviaba con una pequeña olla a comprar un par de cucharones de huevo, un alimento barato con el cual aumentaba el sustento de sus cinco hijos.

Hubo un negocio que nunca olvidaré y que muchos porteños seguirán recordándolo; un local comercial adelantado para su época; ya que, siendo un emporio, adoptó ya en esos años el formato de los supermercados actuales, exhibiendo su mercadería en estantes que permitían la auto-atención del público; me refiero a los Almacenes Almac. Este local estaba ubicado frente a la plaza Echaurren, por la calle Cochrane; era limpio, luminoso y fragante, pues allí se vendían los productos Tres Montes, que elaboraban el café soluble, otro adelanto de la época. La dependiente de ese local era la señora Ruth, una mujer rubia muy bonita y simpática.

Si las elegantes vidrieras de la camisería Gittelman, muchas veces me hicieron soñar luciendo hermosas camisas, delicados pañuelos o distinguidas corbatas; tanto como la variedad de herramientas y artículos de pesca de la ferretería Karlezi, allí, en ese barrio, me impactó la figura de un particular tipo de vendedor ambulante, instalado en la calle, sacando de una maleta que parecía encantada toda clase de mercancías, mientras voceaba la embrolladora cantinela “por encargo del fabricante”, que lo autorizaba a venderlas a una embobada audiencia que se congregaba a su alrededor. Era el famoso “charlatán”; experto vendedor de ilusiones.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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