CASERITA
Zarandeaba el canasto de mimbre en medio del mercado, las papas chilotas soltaban la tierra gredosa y se iban limpiando, disimulando sus ojos misteriosos. La pilastra se preparaba de madrugada, se disponían las frutas más seductoras, se hilvanaba la madrugada entre aromas, las betarragas de color granate y los apios verdes iban creando banderolas, los morrones rojos, verdes y amarillos, trepaban sus aromas encantados; los repollos y las zanahorias competían en alegría con las lechugas melancólicas. Más allá las naranjas, las manzanas deliciosas y las verde limón; los plátanos ecuatorianos reposaban su larga travesía.
La armonía del amanecer se
congregaba en la ceremonia del mercado que despertaba y un tropel de hombres
abrigados entraba y salía preparando todo. En un canasto oloroso, llevado por
una abuela milenaria, los panes batidos asomaban la palta con arrollado huaso y
el té o el café humeantes llenaban de aromas el reposo después de la tarea
cumplida.
La tienda estaba abierta y se
inauguraba un nuevo día, cantando a la vida con alegría, con las romanas
limpias, los pasillos baldeados y las gargantas listas para cautivar a las
caseras madrugadoras que venían de sus negocios a elegir la verdura de mañana.
La vida se engalanaba de chistes y risas, el verdulero nunca necesitó de
psicólogos para enfrentar el día, nunca conjugó depresiones y cual mazorca
otoñal siempre tuvo la sonrisa para enfrentar el alba.
Las crónicas que escribieron esos mercados en las nobles estructuras diseñadas por Eiffel, son el patrimonio intangible que da a mi puerto su más singular identidad.
Caserita, pase, pruebe
con confianza, las uvas de la vida coquetean con su pelo y hoy está más linda,
se lo dice un feriante avezado desde los extendidos mercados del planeta.
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Relatos porteños, 02 junio 2011.
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