Amanecidas en Valparaíso

 


Crónicas de los Sesenta, amanecidas en el puerto.


El viejo barrio del puerto en Valparaíso ofrecía un anfiteatro donde el trabajo, la bohemia y la gente de trabajo, se topaban cada mañana. Era  la hora de comparecencia a los mercados de esas mujeres que descendían por los ascensores con sus polleras coloridas y sus peinados escarmenados, generando un cambio de espacios que funcionaba en forma armoniosa, sobre el mismo patio de adoquines, respetando horarios. 

En las mañanas, podían divisarse algunos trasnochadores que buscaban una sopa marinera en el mercado y la acompañaban de tecito frío. A esa misma hora, madrugadoras, las dueñas de las cocinerías o verdulerías de los cerros llegaban a elegir la verdura fresca o el pescado que llegaba de las caletas, para aprovisionarse para sus negocios. 

A la madrugada se apagaban los faroles de los bares y prostíbulos y la gente decente despertaba, mientras las niñas que trataban de tú, se recogían a descansar sus vapuleados esqueletos y a contar sus monedas. Los marinos se lavaban la cara y trataban de caminar en línea recta hasta el puerto, antes que el buque zarpara. 

Los amaneceres se abrían con los pitazos de la fábricas y los obreros vistiendo sus abrigos y camisas blancas con corbata, ocupaban las calles y a tranco rápido iban dándole a la ciudad su ritmo cotidiano. Los trolebuses se iban llenando de escolares, un aroma a lavanda llenaba las calles y los comerciantes baldeaban veredas para iniciar el día. 

Una sirena ronca anunciaba que naves entraban al puerto, se esfumaba la neblina y la vida diaria deslumbraba de colores e historias nuevas. El pianista negro del Roland Bar subía la escalera interminable del cerro Cordillera y las beatas bajaban a La Matriz a preparar los oficios religiosos del día. 

En el berenjenal del puerto, los picarones y sopaipillas de las Cachás Grandes, soltaban el aroma a chancaca y los estudiantes con pantalones cortos cruzaban el barrio rojo hacia sus liceos en el plan de la ciudad. 

En el corazón bohemio del puerto, más allá de las mentiras de amor de cada noche, un estilo campechano y solidario, mostraba a las seductoras ninfas convertidas en dueñas de casa, lavanderas inclinadas sobre las artezas, preparando la tenida para la próxima jornada. 

La siguiente noche, con almidones y corsés, atentas a escuchar nostalgias, las mujeres de los burdeles harían caer a sus lechos gastados, a  tripulantes que deambulaban por el barrio puerto, buscando desahogo para ese millaje de soledad que entumecía sus ojos. Así, la noche cambiaba el público del barrio y eran esos hombres recios,  lánguidos de amor, los que ocupaban ebrios los faroles del encantamiento, aunque esos romances fuesen sólo fantasía, como una bengala de año nuevo.

Hernán Narbona Véliz 

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