Aventuras del "Muñeco"
Era un potro lobo
gateado recién domado. Mediano él, ágil como ninguno. Un caballo “de paso”
decía la gente porque tenía un trote suave y con mucho estilo. Lo compró Hugo,
el cuñado. Con él iba y venía a los lugares vecinos, orgulloso de tener una
cabalgadura poco común allá en esos lugares. “El Muñeco” lo bautizó su amo. Así
le llamamos todos. Ensillarlo y montar ese hermoso caballo era un privilegio.
“El Muñeco” fue
pasando de mano en mano luego que el cuñado dejó la montaña y se cambió de
lugar de trabajo, en su profesión de maestro. Primero fue mi hermano mayor
quien lo cuidó porque nosotros, los más pequeños, aún estábamos fuera de casa
estudiando en la ciudad. Él sí que lo aprovecho al máximo y sabía jinetearlo
con estilo. De buen y elegante paso, lo hacía bailar al son de la música de
mariachi. Con él, mi hermano corrió muchas aventuras. Jóvenes ambos, hicieron
una excelente mancuerna. Hombre y caballo cruzaron muchas veces las montañas
sin importar la hora. De noche y de día, con lluvia y sin ella recorrieron
todos los lugares aledaños buscando una novia o visitándola cuando ya la
tenía.
Cuando, una vez
casado, dejó el hermano la casa paterna para hacerse cargo de un pequeño
ranchito donde mis padres cultivaban café, tuve la fortuna de llegar a mi lugar
de origen comisionado allí para trabajar como maestro en la escuela del lugar.
En consecuencia, heredé a “El Muñeco”. En el par de años que tuve el privilegio
de tenerlo como cabalgadura, vivimos los dos, grandes aventuras. Voy a relatar
aquí únicamente algunas, las más significativas, las que me permitieron
admirarlo y quererlo más como un gran compañero, como un amigo. Inteligente y
fiel amigo.
I
Era el doce de
octubre del 78, por esos días recién acababa de conocer a la mujer que a la
postre sería mi compañera, la madre de mis hijos. Fui a visitarla al lugar
vecino donde ella trabajaba también como maestra. Esa tarde de viernes la
llevaría por primera ocasión a la casa para que la conocieran y conociera a la
familia. Fui con el Muñeco. Cuando caminábamos la parte de la montaña que
conduce a ambos lugares, decidimos hacer el camino los dos a pie, por lo
escarpado del terreno. “Muñeco” nos seguía caminando despacio detrás nuestro
Desesperado por nuestro lento andar, el caballo nos empujaba con su hocico como
diciendo “¡apúrense!”.
Al llegar a la
parte más plana del camino, cansados por tanto andar, decidimos que ella
montara el caballo. La aceptó este como jinete, cosa que rara vez hacía, pues
no le gustaba que otra persona lo montara. Y comenzó a caminar con paso normal
sin trotar siquiera. Sin embargo, cuando faltaban unos cientos de metros para
llegar a la casa, acostumbraba el caballo a emprender una carrera que a
nosotros nos gustaba. Yo no pensé que con su nueva jinete lo hiciera y,
confiado dejé que se me adelantar unos pasos. De pronto echó a correr
velozmente con su asustada jinete encima. Tuve miedo, pero ya era imposible
alcanzarlos. Vi como tomó la curva que hace el camino de bajada rumbo a su querencia.
Corrí tras ellos pensando lo peor, pero nada pude hacer ante la velocidad que
llevaba. Cuando estuvo en casa, entró con la velocidad que traía al zaguán con
su asustada y preciada carga. En el patio de la casa estaban mis padres y
algunas de mis hermanas; cuando vieron entrar al “Muñeco” con la desconocida.
Ella, en tono de saludo solo alcanzó a decir “¿Aquí vive este caballo?”
II
Por esos años, en
el lugar donde vivía era impensable la televisión. Por eso nos sorprendió que
un día mi hermana Linda Aurora llegara de uno de sus viajes cargando en la
espalda, como se acostumbra allí cargar a las criaturas, un pequeño aparato de
televisión. En una de las mulas llevaba también un acumulador. Fue mucha la
alegría que tuvimos cuando Linda encendió la televisión después de colocar una
antena aérea para poder capturar la señal. Un solo canal de televisión podía
verse. El telesistema mexicano de televisión, el 13. Era una gran novedad allá
en la montaña poder disfrutar los programas que conducía Jorge Saldaña, entre
otros, por primera vez. Por las tardes noches, nos arremolinábamos junto al
pequeño receptor para ver algún programa. El problema llegaba cuando la energía
acumulada en la batería se terminaba, había que llevarlo a algún lugar cercano
para recargarlo. Una mañana cuando eso pasó, Rolando el primo y yo, decidimos
ir a Las Ventanas, un pueblito vecino distante unos cinco kilómetros de casa a
cargar la batería. Iba él montado en su famosa yegua blanca y yo en el
inseparable “Muñeco” con el acumulador en mis brazos apoyado en la “manzana” de
la silla de montar. Cuando íbamos bajando la empinada ladera que lleva al
pueblito, por el peso de la batería o porque estaba ya muy gastada, la cincha
de la montura que la sujeta en la barriga de mi cabalgadura se rompió y la
montura con todo y yo se vino abajo espantando a mi caballo que, después de
lanzar más de una patada con sus cuartos traseros salió corriendo por el
peligroso camino que cruza la montaña dejándome tirado en el suelo con la
bendita batería que rodó por el monte. Como pudimos, tranquilizamos al caballo,
improvisamos un arreglo a la cincha rota y volvimos a ensillarlo para continuar
el camino. No comentamos nada de lo sucedido por temor al regaño de mis padres
a nuestro regreso, por lo grave que pudo haber sido el desenlace de esta
aventura.
III
Una tarde, después de concluida la jornada escolar,
regresé a casa. Mi madre me tenía preparada la comida y el aromático café bien
caliente servidos en la mesa. Tan pronto terminé de comer, como no queriendo
interrumpir el sagrado tiempo de la comida, mi madre dijo:
- Pasó doña (y dijo
un nombre que ahora no recuerdo) a avisar que la puerta del rancho de “Caballo
Blanco” estaba abierta.
“Caballo Blanco” es
el nombre que le pusieron sus habitantes al lugar donde está ubicado el
ranchito donde ellos tenían una pequeña producción de café. Tierra abajo de
donde vivíamos, enclavado en la cañada que forman dos enormes macizos
montañosos como a tres horas de camino de la casa, por donde discurre un río.
- Híjole, respondí
– habrán entrado a robar. No te preocupes, voy a ir hoy mismo a ver qué pasó,
le dije para tranquilizarla.
Terminé de tomar el
café acompañado de una pieza de pan que mi madre hacía y siempre tenía en casa
y me dispuse a ir al potrero a buscar al “Muñeco” para ir más cómodo. Aunque
habría sido más rápido bajar a pie las montañas por las veredas que acortan la
distancia, decidí llevarlo para poder regresar esa misma noche.
Ensillé el caballo,
tomé una lámpara de mano y la pistola que allá usaba, y me dispuse a emprender
el camino. Para eso ya serían las tres de la tarde. Cuando me despedí de mamá
ella me dijo.
–Lleva este
candado nuevo por si lo necesitas y no te vayas a regresar hoy porque está
lloviendo mucho en las noches. Mejor quédate allá y mañana temprano te vienes,
en el morral de puse algo para cenar. Allá hay café y azúcar, me dijo.
Le di un beso, y al
paso trote del caballo, comencé el viaje. Durante el camino no tuvimos ningún
tropiezo, de andar ligero, el caballo hizo en tiempo record el viaje.
Cuando llegamos a “Caballo Blanco, dos horas y media después, vimos que el río que se tiene que cruzar para llegar a la casa del ranchito, estaba más grande que de costumbre, pero no tuvimos ninguna dificultad para cruzarlo.
Llegamos y vi que, efectivamente, una de las puertas de la casa había sido violada y la persona que se percató de ello tuvo la molestia de cerrarla y asegurarla con un alambre porque el candado ya no estaba. Revisé la casa y vi con mi sorpresa que nada faltaba. Estaban allí las pocas pertenencias que tenía. Los enseres de la cocina, el útil pulpero, las cobijas de las camas, costales, machetes y demás cosas propias de un ranchito. Luego de la inspección cerré de nuevo la puerta con el candado que me traje y, desoyendo el consejo de mi madre, me dispuse a emprender el camino de regreso a casa. La noche comenzaba a caer.
Monté en el “Muñeco” y contentos emprendimos el camino que cruzaba las laderas de la montaña por entre cafetales.
Cuando llegué al río, noté que su corriente había aumentado considerablemente y, bravas las aguas sonaban de otro modo. –Habrá llovido allá arriba, pensé en voz alta.
Cuando me aproximé al vado por donde se cruzaba “Muñeco” se resistió a hacerlo. Bufó muy fuerte varias veces y comenzó a caminar hacia atrás, negándose a entrar al río. Yo insistía y él, más resistencia puso. Se dio la vuelta y caminó hasta la rústica escalera que sirve para subir al puente colgante que los vecinos del lugar construyeron para cruzar el río, y de allí no se movió.
Adiviné sus intenciones y desmonté. Di unas palmadas en sus ancas para que él solo cruzara las embravecidas aguas, pero, otra vez se resistió poniéndose muy inquieto. Decidí entonces quitarle la montura y el freno de las riendas y dejarlo completamente libre. Cuando se sintió así, decidido y sin esperar la orden, el cabello avanzó y se metió al río. Cruzó a nado la fuerte corriente luchando contra ella. Temí que lo arrastrara más allá del vado donde las enormes piedras que forman su lecho hacen imposible nadar en ellas. Con mucho miedo vi como luchaba para avanzar palmo a palmo y me arrepentí no haber hecho caso del consejo de mi madre. Temí por la vida de mi noble caballo. Por fortuna alcanzó la otra orilla, sano y salvo. Mi valiente caballo no permitió que yo cruzara montado en él el caudaloso río. Tampoco quiso cruzarlo con la silla puesta sabiendo que ésta, al mojarse, le impediría nadar con más soltura. ¡Qué animal tan inteligente!, pensé.
Ahora mi temor fue otro. Creí que, una vez del otro lado del rio y libre, el caballo emprendería solo el camino asustado como estaba y que me dejaría allí con la silla de montar cargándola. No fue así. Tan pronto salió de la corriente, caminó hasta la otra escalera que sirve de acceso al puente de hamaca, como le llamamos, se sacudió el agua varias veces y se quedó parado viendo a la otra orilla en la que yo me había quedado. Crucé el puente con la silla y avancé viendo como abajo, las aguas del río con feroz estruendo bajaban la montaña.
Con la mano, acaricié al caballo, agradecido. Quité de su pelaje el agua que tenía y lo ensillé de nuevo. Le puse el freno, monté en él, y con su trote acostumbrado continuamos el camino en la ya, oscura noche que se incrementaba por las sombras de las montañas que forman la inmensa cañada.
Pasamos Bellavista más allá de las ocho de la noche. Pensé buscar allí hospedaje en casa de algún amigo, pero el caballo no paró para nada. Siguió veloz, su marcha y comenzó a subir la cuesta del “Caracol” camino arriba.
Pasamos el caracol y los Pocitos sin novedad confiado yo en la capacidad del caballo de mirar bien en la oscuridad de la noche. Más arriba, el camino forma muchas y pronunciadas curvas para salvar la altura de la montaña. Acostumbrado al paso del caballo, iba yo pensando en tantas cosas. De pronto y sin aviso, el “Muñeco” se detuvo bruscamente. De sus belfos surgieron alarmantes bufidos y comenzó a caminar hacia atrás evitando continuar el camino para entrar a una de las tantas curvas que allí habían. Aunque intenté tranquilizarlo con palmadas en su cuello para que siguiera el camino, muñeco se resistía. Un sorpresivo escalofrío invadió de pronto todo mi cuerpo. Sentí que mis cabellos se erizaban y un extraño temblor se manifestó en mis piernas y en mis manos. Traté de sacar del morral mi lámpara de mano y la pistola, pero mi cerebro no alcanzó a coordinar mis movimientos erráticos. Un extraño temor nos invadió a ambos. El temor a lo desconocido es mucho más intenso que otra cosa. El caballo seguía caminando hacia atrás, a punto de encabritarse. Desmonté entonces y pasada la fea sensación que sentía logré tomar la lámpara y enfoqué la luz hacia adelante pensando en que algún animal o algún borracho estuviera tirado en el camino, pero no vi nada.
Busqué entonces la entrada de alguna vereda que la gente hace para evitar las curvas del camino y pude hallar una. Hale al “Muñeco” de la rienda para ver si podía saltar el borde del camino y subir a la vereda y con satisfacción lo hizo sin oponer ninguna resistencia. Llegamos así al final de esa fatídica curva y sin más, el caballo continuó el camino una vez que estuve montado en él de nuevo.
Poco tiempo después llegamos a la casa. Mamá me dio café y platiqué con ellos nuestras fuertes y peligrosas aventuras. Llevé a esa hora a mi noble caballo al potrero donde, feliz, bajó a la llanura a encontrarse con sus fieles compañeros.
Allí en ese potrero supe, años después, que nuestro gran “Muñeco” había dejado de existir y no estuvimos con él para darle el último adiós a tan noble caballo.
Floricel Santizo
Me gustó mucho, bien contado, me mntuvo leyéndolo hasta el final, felicitaciones Floricel
ResponderEliminarMuchas gracias. Qué bueno que cumple con su propósito y complete su ciclo: un texto sin lector está incompleto.
Eliminar