Breve historia de un viaje mágico


5:00AM, el despertador suena e interrumpe nuestro descanso. Nuestros cuerpos, aún tibios bajo las cobijas, quisieran continuar en su aletargamiento taciturno.

Después de unos segundos más de arraigo a la cama, nos ponemos de pie y comenzamos a prepararnos para la aventura que nos espera. En menos de 30 minutos tomamos lo necesario para el viaje: ropa abrigadora, cámaras, agua y, lo mejor, un enorme deseo de partir.

A las 5:30, puntual como se acostumbra en estas tierras, nos reunimos con Don Santos, nuestro guía, quien nos conduce por calles oscuras hasta encontrar a Bocho, Relámpago y Canelo, dos caballos y un burro dispuestos llevarnos en nuestro viaje.

Don Santos prepara todo y tras una breve explicación de cómo montar y dirigir a nuestros amables compañeros, emprendemos marcha hacia la oscuridad de la majestuosa sierra, con la luna a nuestra espalda, como cuidando de nosotros abrazándonos con su tenue luz.

Poco a poco las calles del pueblo van quedando atrás y tras unos cuantos minutos, nos hallamos rodeados de montañas que, en penumbras, esconden su esplendor. El camino empedrado y polvoriento, en ocasiones sumergido en una oscuridad abismal, se revela ante nosotros cuando la luna se asoma retadora entre montañas.

Así transcurre el tiempo entre piedras y riscos, a paso lento pero firme, confiando en la pericia de los caballos guiados por Don Santos con un lenguaje que parecen comprender a la perfección. Por momentos sentimos miedo, el vértigo de voltear a ver hacia los acantilados que nos acechan a unos pocos centímetros del sendero recorre nuestro ser como un frío que hace temblar mucho más que el helado viento de la madrugada. Pero confiamos en nuestros amigos cuadrúpedos, han hecho esto cientos de veces lo cual reconforta el espíritu.

La subida parece no tener fin y el Cerro el Grande aún se dibuja muy lejos, disfrazado entre las sombras. Poco a poco se asoman los primeros destellos del día, otorgando bellas tonalidades pastel al cielo oscuro. Ahora la sierra potosina nos revela sus secretos; ante la luz del día ya no puede esconderse más de nosotros y súbitamente se revela agreste, partida por el paso de los siglos, inhóspita pero hermosa. Aquí y allá aparecen manchas de vegetación que se aferra a vivir en este ambiente que podría parecer totalmente infértil, pero la vida siempre encuentra su camino.

Ha pasado hora y media y por fin llegamos a la cúspide, justo a tiempo para contemplar el amanecer a 3180 metros de elevación.


Aquí arriba el viento no es amigo de nadie, sopla con tal fuerza que pareciera empeñado en derribarnos, nos envuelve por completo entre sus gélidos brazos y se mete por cada rincón enfriando todo lo que toca. Es difícil estar acá, quisiéramos descender y protegernos entre los matorrales, pero la vista hacia el valle y la sierra es impresionante y triunfa sobre el frío. 

Muy a lo lejos se observa el lecho de un antiguo río, más allá vemos algunos pueblos enclavados en las montañas, y en la planicie se dibujan los trazos perfectos de carreteras y vías de ferrocarril que mantienen comunicada a esta región.

Avanzamos un poco más y de repente ante nosotros aparece la silueta de la montaña que pinta de negro la tierra del valle allá abajo. ¡Qué espectáculo digno de contemplarse!

Llegó el momento de dar marcha atrás, teníamos que decir adiós a la montaña, despedirnos de su majestuosidad.

La cabalgata cuesta abajo nos esperaba con caminos escarpados, llenos de peligro, nos aferramos a nuestros amigos de cuatro patas y confiamos ciegamente en ellos. A veces parecían resbalar y la sensación de esos instantes no podría ser descrita con simples palabras.

A nuestro alrededor las laderas empinadas brillaban bajo los rayos del sol, con un color bronce ligeramente pintado por motas verdes de matorral y pastizal.

Caminando entre piedras y bajadas llegamos finalmente al famoso pueblo fantasma, vestigio de lo que alguna vez fue un asentamiento de colonos españoles hace más de doscientos años.

Algunas paredes de piedra de lo que fueron casas están totalmente derruidas mientras que otras se resisten al paso del tiempo y permanecen allí como si esperaran ver nuevamente el esplendor que antaño presenciaron.

No lejos de allí se encuentran los restos de lo que fuera una mina explotada durante la colonia. No puedo evitar pensar en las vidas de miles de esclavos que eran obligados a trabajar en condiciones infrahumanas, vidas que debían sacrificarse involuntariamente para extraer los minerales preciosos de las entrañas de la tierra.

Una sensación de rencor, odio e impotencia me sacude momentáneamente, imagino a esas personas, todo el sufrimiento que debieron experimentar durante su corta vida y todo por la avaricia y ambición de una corona.

Repentinamente el viento sopla y su aullido me saca de mis pensamientos. Veo a mi hermano disfrutando el viaje y vuelvo al presente, al lugar mágico en donde nos encontramos.

A lo lejos, perdido entre montañas, se divisa el pueblo de Real de Catorce, de donde habíamos partido horas antes.

Don Santos nos guía al interior de un túnel que servía de acceso a la mina, nos sorprende al decir que al final del túnel se encuentra un tiro vertical de 700 metros de profundidad que se interna en las entrañas de la montaña, donde aún se encuentran algunas vetas de mineral no explotadas.

Apagamos las lámparas y la oscuridad total nos rodea inmediatamente. La sensación es un tanto aterradora, nos hace sentir tan indefensos. Y de repente, surge nuevamente la luz y continuamos caminando hacia la salida, hacia donde el sol brilla.

La mañana avanza y nosotros también lo hacemos, dejamos atrás los caminos escarpados, los vestigios de la época minera, poco a poco el fuerte viento va quedando atrás junto con la montaña. Parecen amigos inseparables aunque el primero azota con gran fuerza a la segunda.

Las casas de Real se acercan más y más, el camino se ensancha y las pendientes pronunciadas abren paso a un sendero plano y amigable con los caballos. Llegamos al final de nuestra aventura, nos despedimos de Don Santos, de Bocho, Relámpago y Canelo, les agradecemos por su esfuerzo y por haber cuidado tan bien de nosotros en todo momento.

Y decimos adiós a la montaña y esta parece respondernos con el armonioso silbido del viento que acaricia su cumbre y resguarda sus secretos y su magia.



Amós G. Santizo Miles 
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