El caldo de gallina

 



En 1982 Dora Celina me dio la mejor noticia de ese año: “Estoy embarazada”.

¡Increíble! ¿Yo, papá de alguien? La remolona cigüeña no quería aterrizar por mi casa y de pronto: ¡Albricias! ¡Azotó la res!

El ultrasonido para identificar el sexo de los bebes todavía no existía. Las matronas de la familia elucubraban diversas hipótesis por la forma y el tamaño de la barriga de Dora Celina: Barriga con pico: “niño”; Barriga redonda: “niña” (y después fue al revés). El periodo de preñez pasó con los síntomas usuales de las embarazadas: cansancio, sueño, náusea, antojos y desantojos. Lo que antes le gustaba, ahora ya no.

Mientras la gestación avanzaba se volvió hipersensible a los olores fuertes. Regalé una botella grande de “Brutt”, mi perfume favorito, pues la hacía vomitar nomás con verme. Ella me compró otro: “Les Fleurs du Désert”, que me hacía vomitar a mí.

Investigué cuánto dinero costaba un parto normal: iba de 2000 hasta los 3000 pesos. Los tenía.

A la mitad del embarazo llegaron a visitarnos mis padres. Mi viejo preguntó:

—Hija, ¿cuándo esperan que nazca el bebé?

—A finales de julio —contestó ella.

Sonrió socarrón y vaticinó:

—Mi nieto será varón, nacerá el 15 de julio y se llamará Enrique, como yo.

—Si es así, ni hablar, cuente con ello.

Acertó, el 15 de julio de 1983 (día de san Enrique) a las seis de la mañana el huésped de la barriga de Dora Celina tocó el timbre de salida al mundo. La labor de parto en el sanatorio duró toda la mañana. De pronto el inquilino echó reversa, se arrepintió, no quería nacer.

—La dilatación del cuello uterino es muy pobre —dijo el doctor— ¡Hay que hacer una cesárea! ¡Pero ya! 

Mi proyecto torció el rumbo. Busqué un par de donadores de sangre; entre tanta familia no fue difícil hallarlos y comencé a surtir las recetas que el inmisericorde doctor escribía. A las siete de la noche ya estaba en quiebra, el dinero se acabó. Yo trabajaba para el gobierno federal y pertenecía a dos respetadas instituciones: “Alcohólicos Anónimos” y La Logia Masónica.

A las 10 de la noche comenzó la cirugía. La familia, mis amigos del trabajo, los de doble A y los hermanos masones llegaron al sanatorio. La sala de espera estaba a reventar, sacaron sillas a la banqueta y hasta invadieron un pedazo de calle. Yo esperaba sentado en el primer escalón que bajaba al recibidor. Quince minutos antes de la media noche escuché el primer llanto de bebé. Una enfermera me preguntó:

—¿Compró pañales para la niña?

La noticia corrió escaleras abajo: “¡Fue niña!”,  llegó al recibidor: “¡Fue niña!” y salió a la calle: “¡Fue niña!”.

Mis hermanas me abrazaron, los amigos me daban la mano y decían lo común en estos casos:

—¡Ah, conque artículo para caballero!

—¡Suerte pa’ la otra!

—¡Las niñas son más cariñosas!

Yo tenía pensado un nombre de niña, pero sólo lo sabía Dora Celina: “Abril”. Media hora después salió el cirujano, le pregunté:

—¿Cómo están mi esposa y Abril?

—Su esposa está bien. Abril estuvo muy caluroso. Su hijo está muy bien.

Escuché otra vez el llanto y pensé: “Sí, ese berrido sólo puede ser de un barraco”. Muchos ya se habían retirado, los pocos que quedaron emprendieron un tropel hasta el segundo piso y los que antes sólo me apretaron la mano, ahora, efusivos, me abrazaban y tamboreándome la espalda decían:

—Ahora sí, la doctora se ganó su caldo de gallina.

—¡Fue varón!¡Caldo de gallina pa’ la mamá!

¿Qué pasó? —pensé, estupefacto— ¿Por qué antes no y ahora sí? Pero en ese momento no me preocupó elaborar un sesudo tratado contra la discriminación a las mujeres. Mi cabeza daba vueltas pensando en algo más terrenal: “¿A cuánto ascenderá la cuenta del hospital?”.

Tenía razón en preocuparme. La suma total del nacimiento del primero de la tarde sobrepasaba los cinco mil pesos que ya no tenía: la cuenta era de nueve mil pesos. El niño al nacer pesó tres kilos (tres mil pesos el kilo de muchachito). “¡No importa!”, pensé, “¡Se parece a su mamá, está muy bonito!”. Mi padre, generoso, me mandó la mitad del monto. Mis suegros llegaron dos días después del parto. Don Raúl notó mi preocupación.

—¿Qué te sucede? —me preguntó—. Si tu angustia es el dinero, olvídalo, yo pondré lo que haga falta.

Así fue como los abuelos se ganaron la replicación de sus nombres en mi primer hijo. Raúl, por el sinaloense, y Enrique, por el chiapaneco. Ellos evitaron que mi hijo quedara empeñado ahí hasta los quince años.

Estando ya en casa una vecina llegó con una humeante olla con caldo de gallina.

—La gallina trae una su chula huevera: es para la doctora —dijo.

A mi abnegada le avisé del regalo. Todavía no era vegana, pero ya evitaba la carne. Estaba enterada que era su premio por parir un varón.

—Es para ti —me dijo, mientras besaba a nuestro hijo—. Los hombres son los que determinan el sexo de los hijos. Las mujeres siempre aportamos el cromosoma “X”. El hombre tiene, tanto el cromosoma “X”, como el “Y”. Si manda el “X”, con el nuestro queda el par “XX” y es mujer. Si manda el “Y”, con el nuestro queda el par “XY” y es un hombre. Las mujeres, además de la vida, les damos a nuestros hijos lo demás: la inteligencia, el carácter, la belleza, los sentimientos, etcétera. ¡Te felicito por tu varón! ¡Te ganaste la huevera y el caldo de gallina!

Mientras cuchareaba la sabrosa y nutritiva infusión pensé: “La inteligencia, la belleza y los sentimientos está bien que sean de ella, pero el carácter y el “etcétera” que sea el mío. ¡Pobre muchachito, si es al revés”. ¡De todas maneras el caldo de la gallina está sabroso! Entonces miré pa’ abajo y le ordené a “aquellito”: “El próximo cigüeñazo quiero un cromosoma “X”. ¿Entendiste?”

¡A un pinchi sordo se lo dije: buscando a mi Abril que me consintiera, llegó un Wilfrido y otro Enrique a los que quiero mucho, y que me demuestran su amor levantándome del suelo cada que “azota la res”!

 

Enrique Orozco González

losario:

Huevera.- Lugar donde la gallina fabrica los huevos (oviducto) el ave produce un huevo cada 24 horas por eso se encuentran varios en proceso de maduración.

  Azota la res: Manera ranchera de decir que te caíste.

 Aquellito.- Órgano del macho que se encarga de la reproducción.

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