El p’atrás - p’adelante
Cada sábado llegaba con la caña mala y su mamá le daba un contundente desayuno con una ensalada de cebolla cruda sin lavar y un par de huevos fritos y un tazón de café.
Con eso el “patrás-padelante” tenía energía para dejar la casa soplada y
a la hora de almuerzo había un sitio para él y allí el hombre participaba en
las discusiones con sus opiniones e ideas. La mesa siempre podía abrirse a uno
más y las cazuelas olorosas salían de una enorme olla que resumía las matinales
ceremonias de preparación y armado.
Nancho
cumplía diariamente en la semana, con la compra de la carne para la cazuela.
Costilla y tapapecho era la carne que todas las tardes lo mandaban a comprar
donde el chino de la esquina, el carnicero del barrio que tenía un hijo de su
misma edad, que era también compañero de escuela.
El trabajo de pasar virutilla y de encerar, era pesado y hacía transpirar, al curadito. Al terminar su trabajo, Isabel le pasaba una toalla y hacía que se diera una ducha para sentarse a la mesa. El hombre obedecía sumiso y agradecido.
Cuando se sentaba a la mesa le ponía a su plato una gran cantidad
de ají que lo hacía transpirar nuevamente, con lo cual quedaba oreadito, listo
para seguir con la cura siguiente.
Gustavo lo había conocido en el club Chicarra, era un torrantito que paraba en el Ejército de Salvación y todos los sábados se ganaba sus pesitos haciendo aseo donde el rucio.
Esa actitud siempre generosa de su padre, extendió sobre sus
hijos un halo de protección por todo el barrio, pese a que había en el barrio algunos
patos malos que respetaban al rucio y siempre cuidaron a Nancho y su hermana,
como parte de la familia nativa de esos cerros amigos.
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