El rayo de sol se posó sobre la almohada.
El rayo de sol se posó sobre la almohada.
Era el instante diario que duraba breves minutos, llenando la alcoba de
incitaciones a comenzar el día. La rutina se iniciaba, pesadamente previsible. Era
un rayito de sol que encandilaba, que ingresaba como un flechazo, dando cuenta
de una diana de luz que ordenaba empezar la jornada.
La ducha fría cerraba el rito de la higiene diaria y la circulación se
agitaba. El despertar anunciaba que esa mañana volvería a tender la cama,
encendería la radio y buscaría su programa de tangos, mientras las sábanas se
sacudían al aire y luego se alineaban, perfectas, recibiendo las frazadas de colores,
iba como pájaro acomodando el nido, luego organizaba los papeles arriba del escritorio,
mientras el rayo de sol escapaba y de nuevo la pieza quedaba sobria y opaca
detrás de los visillos. Así transcurría la mañana.
Salir con su mascota a caminar, llevando la bolsa plástica para recoger
sus fecas, esperar con paciencia que la perrita ubicase el lugar. Ella era innovadora,
recorría el espacio verde sin decidirse,
al final ubicaba el sitio, posteriormente sacudía sus patas intentando por
instinto cubrir su deposición y , entonces , el se inclinaba y tomaba la feca con
la bolsa, caminaba luego por la orilla del mar hasta el próximo basurero y depositaba
allí la bolsita. Ese era un aprendizaje que le había dejado su larga estadía en
Alemania. La perra lo apuraba y eso le recordaba que sus rodillas ya no eran
las de antes, por lo que sentía los tirones en sus cartílagos. Iba saludando
con una inclinación de cabeza a quienes se cruzaban y veía a jóvenes patinando
o deslizándose en sus skates, entonces, se le ocurría patinar, pero con patines
de cuatro ruedas, había que encargarlos, pero sus hijos le decían que se podía
romper una cadera, por casi media hora la decisión duraba en su mente,
patinaré, como antes, como cuando me lanzaba por el cerro empinado patinando y frenando
con un giro veloz que hacía sacar chispas a las ruedas, claro, tenía 9 años
cuando comenzó a patinar, pero ahora eran 70 años más y eso lo hacía muy
riesgoso, caerse a esa edad ya no es chacota, le decían sus hijos y su nieta
mayor, que se había recibido de médica.
Todo partía en ese rayito de sol que en un ángulo perfecto y con dedicatoria
se deslizaba sobre su almohada, le hacía despertar y saltar de la cama. Era su reloj
perfecto, para días predecibles, ducha, desayuno, tender la cama, sacar al perro,
cuidar su caca, caminar unas 10 cuadras a la redonda y soñar con los patines…pero,
ese día, arrastrando su lucubraciones y nostalgias, todo cambió cuando la
divisó, sentada en un murito mirando absorta la playa vacía. Era aún agosto, el
sol era engañoso y el aire salino de un mar espumoso y encendido, acariciaba su
rostro hermoso con su pelo cano cepillado y tomado en un moño con un cole de
colores encendidos como arcoíris. A medida que se acercaba, le parecía más
conocida, sí , era ella, la polola de hacía tanto, tanto tiempo, y él, allí con
una perra que lo hacía trastabillar, se irguió de pronto con un nuevo ánimo, a
medida que ella se acercaba a sus ojos y a su corazón. Era sorprendente cómo su
cuerpo se engrifaba seductor, como hacia tanto tiempo. Cuando estuvo cerca casi
en susurro preguntó: ¿Patricia, eres tú? . Ella, al oír pronunciar su nombre, giró su cabeza e intrigada contestó sí , es mi
nombre, pero ¿quién es usted, caballero?
-
Patty, soy
Ricardo, Ricardo ¿no te acuerdas de mí?
Ella pestañeó, se puso de pie y dijo en voz alta ¿Ricardo… tú?
-
Sí, el
mismo, cómo estás, te ves muy bien, no sabes
cuánto te he buscado…
La perra intrigada se quedó sentada siguiendo curiosa la escena en
cámara lenta:
Patricia se ruborizó. Él estiró ambas
manos y ella le alcanzó las suyas, se tomaron y sus miradas se detuvieron por
un largo espacio, como en telepatía, emergiendo estrellas de los ojos, hasta
que, de pronto, como por un resorte se abrazaron largamente. Luego, se separaron
suavemente mirándose, como si se enseñaran y reaprendieran en un segundo dos largas
historias de distancia y silencio.
Patricia y Ricardo se sentaron en un banco de una sombreada plaza. El le
ofreció el brazo y ella aceptó. Conversaron como niños ansiosos, se contaron de
sus vidas, remontaron al tiempo odioso que los separó y desperdigó por remotos
espacios. De la viudez que ambos habían sufrido, de esa nueva oportunidad.
Desde ese día, el rayo de sol sobre la almohada, los despertaría a
ambos, abrazados, rescatando cada minuto a su presente, levantándose temprano,
mientras la perra, feliz, les movía la cola enternecida.
Caballero de la Rosa, 26.08.2021
Hermoso! que belleza de relato, encontrar la felicidad y reencontrarse.
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