Mi Cocola
Mi primer perro llegó en brazos de mi padrino bautismal: un hombre enjuto, nervioso, que al reír, mostraba un solitario par de incisivos centrales:
—Ahijado —dijo—, esta chuchita es muy fina, es un regalo de tu madrina. Es raza Chau-chau. Su mamá vino en avión de Alaska, estos chuchos jalan trineos. Su lengua es negra porque en Alaska todo es blanco, si su lengua no fuera negra, se la mordería: ¡Son muy bravos…! ¿O no, compadrito?
Mi padre puso cara de experto en chuchos polares. Movió la cabeza afirmando:
—¡Sííí, así es, compadre, así meríto es!
Mi padrino, buen hombre, pero las razas de perros no era su fuerte. El origen de los Chow-Chow (no Chau-chau) es China, no Alaska. Por supuesto no jalan trineos. Son muy mordelones. Su lengua negra es una característica racial.
¿Cómo llamarle? Después de mucho cavilar opté por “Cocola”. A mis padres ese nombre no les gustó.
—¿Cocola? —exclamó doña Jelen— ¡No, no y no! ¡Eso es un disparate!
—Cocola no es un disparate, todos los hombres tenemos una y como es mi perra, así se llama.
Doña Jelen le amputó la última sílaba, le llamaba: Cocó: “¡Un nombre muy distinguido! ¡Muy francés!”, decía. Yo, pensaba que era un nombre muy amampado.
Mi relación con la Cocola fue tersa. Éramos uno; como la vejez y el Vick Vaporub, como el catarro y los Kleenex.
Pero un día, mi madre me mandó a comprar limones a casa de unos vecinos. Mi Cocola siempre adelante. Yo ignoraba que a Iván, hijo de la vecina y mi compañero de escuela, le regalaron una enorme perra negra, “la Pantera”. Con Iván no éramos amigos; más bien, competíamos en todo. A él le gustaba que le llamaran “Iván, el terrible”, como el zar Ruso. Yo le decía “Iván, el Horrible”, como era realmente. Me acerqué al limonero para recoger del suelo algunos frutos. Sigilosa, como una verdadera pantera, la perra negra saltó sobre la indefensa Cocola. Le dio una gran felpa, una “revolquiza”. Con dificultad la rescaté. Mientras Iván, reía a carcajadas. La Cocola caminó de lado unas semanas. “Le enchuecó el tornillo de centro”: diagnosticó mi primo el Mapechiapa, gran aficionado a la mecánica automotriz.
La Pantera se convirtió en el terror de los perros de la cuadra. El Horrible, decía que su perra era resultado de una perversa cruza de coyote con la Tichanila, por ello su demoniaca mirada.
La belicosa pareja como matones de barrio, se pavoneaban ante todos. Una vez, cansado ya de sus burlas y bravatas le propuse:
—Vos y tu chucha ya me cayeron mal. Que te parece si exactamente dentro de un año nuestras perras se dan un buen agarrón.
—¡Acepto! —contestó el Horrible— ¡Pero la pelea será a muerte!
Con una seguridad muy lejana a mi espíritu, lo secundé:
—¡A muerte y sin indulto!
Cuando el Mapechiapa supo del reto, dijo:
—‘Uta, tan bonita que está tu Cocolita, ¡la va a hacer salpicón esa renegrida! —y me alentó—. No todo está perdido; tenemos un año, vamos a planear un buen entrenamiento.
El entrenamiento que ideó mi primo, fue práctico y eficaz. Una vez por semana llevábamos a la Cocola a disputarle los pellejos a una docena de famélicos chuchos de una familia de matanceros de reses (los Pichos). Luego de ocho meses con ese duro entrenamiento, la Cocola comía primero los escasos y apreciados pellejos, luego de aporrear a “la Zopilotada” —así llamaba mi primo a los negros, flacos, pero bravos perros de los matanceros.
Doña Jelen, hizo su parte: alimentó muy bien a nuestra perra. El resto lo realizó el ejercicio; todos los días la Cocola nadaba conmigo en el río.
La indefensa perrita que aporreó la Pantera, se transformó en una cuadrada y compacta masa de músculos forrada de abundante pelambre café rojizo. Cuando en la calle veía pasar a la perra negra, se tensaba y gruñía amenazante, apenas la podía contener.
Y llegó ese inolvidable sábado. Sentado en el quicio de la puerta de mi casa, vi venir al Horrible. Le pregunté si le parecía un buen momento para arreglar nuestro pendiente. Él, con gesto de perdonavidas, exclamó:
—¡Voy por la campeona!
Nunca imaginé el escándalo que se iba a armar. Don Chico Tagua, dueño de la papelería de la esquina, ese día no humedeció la calle como acostumbraba. El combate levantó una nube de polvo. El escaso tráfico de coches se interrumpió, los choferes se bajaban a mirar la pelea. Llegaron ciclistas y peatones. Después de cinco minutos de feroz y sordo combate —solo se oían gruñidos—, el público comenzó a apostar. El Mapechiapa, que siempre tenía dinero, agarraba todas las apuestas.
Mi Cocola se defendía bien. Su espesa pelambre la protegía de las feroces tarascadas de su rival. Finalmente, mi perra tuvo un buen agarre: mordió la base de una oreja de la Pantera. La perra negra aullaba de dolor. La poderosa mandíbula apretó la mordida.
Ante el escándalo llegó mi padre y de los pelos del lomo levantó a la Cocola. La oreja de la perra negra no soportó más y se desprendió de la base. La cruza de coyote con Tichanila huyó derrotada. Atrás, corría el Horrible ¡La cuadra estrenaba campeona! El Mapechiapa, con su peculiar y magistral estilo reseñó: “¡Qué madriza se dieron vos, de pronto una estaba arriba de la otra, pero luego, la otra estaba arriba de la una!”.
Días después, la Cocola se lamía una nalga, la revisé: tenía una herida, por lo abundante de su pelaje no era visible. Le informé a mi viejo:
—La Cocola tiene un hoyo en la parte de atrás.
Mi padre, experto en hoyos de perros, me informó:
—Hijo, no seas pendejo, todos los chuchos tienen un hoyo atrás y las chuchas tienen dos.
—De acuerdo —dije—, sólo que este hoyo lo tiene en una nalga y sangra.
Acudí al veterinario. No perdí detalle de la curación. Lo que vi me gustó, pensé: “sería estupendo curar animales en vez de andar de promotor de pleitos de perros”, y algo se grabó en mi subconsciente que emergería años después.
Luego del escándalo mi papá me aconsejó:
—Hijo, sos muy caprichudo, cambiále nombre a tu chucha. El otro día casi me infarto cuando me avisaron: “salga, porque la perra negra de la esquina tiene bien agarrada la Cocola de su hijo”. ¡Por favor ponéle otro nombre!
Mi padre tenía razón.
—¿Qué nombre te gustaría? —pregunté.
—No sé… escoge un nombre decente… cualquiera… un nombre de animal. Por su color podría llamarse “la Cajeta” o “la Paloma”.
—¡La Paloma está bien! —y le advertí—, todos sabrán que la Cocola ahora se llama: “La Paloma de mi papá”.
—¡No, no, no —dijo doña Jelen—, eso es un disparate. ¿Cómo que la paloma de tu papá? ¡Ni que estuviera tan grande! ¡Ay, perdón!
Enrique Orozco González
Glosario:
Cocola.- El pene, aunque se apene.
Amampado.- Amaneramiento que antecede a cosas peores.
Revolquiza.- Revolcada con putíza.
La Tichanila.- La Llorona con traje regional de Chiapa de Corzo.
Salpicón.- Comida regional, carne molida a cuchillazos.
Renegrida.- Negra con tintes azulados.
Zopilote.- Ave luctuosa y carroñera, no conocen la gordura.
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