¡Muere, rata inmunda!
¡Muere, rata inmunda!
Dick Tracy fue un heroico inspector de policía que luchaba contra el hampa de los Estados Unidos en el Chicago del maloso gánster Al Capone. Usaba gabardina amarilla y sombrero de fieltro de alas caídas. Él nos entretenía con sus aventuras en una revista de monitos muy popular allá por la mitad del pasado siglo. El dibujante pintó a todos los personajes con nariz curvada como de loro, incluido el héroe Dick que sacaba la pistola y la tronaba a la menor provocación. “¡Muere, rata inmunda!” gritaba cuando le agujereaba el cuero a balazos a algún mafioso.
El Mapechiapa, mi primo, compraba esas revistas y después de leerlas y releerlas me las prestaba.
Por esos días el tío Gánigan, mi querido pariente, pidió posada en mi casa por unos días. Me gustaba hablar con él pues su plática ligera y picarona me divertía. Siempre aprendía alguna nueva grosería que ampliaba más mi ya nutrido repertorio. Mi tío Gánigan vivió al extremo: en el cielo o en el infierno, no se “hallaba” en el limbo. De joven fue un aguerrido Mapache con fama de valiente y algo cruel, pero ahora; la edad, los años y sus tres consecutivos matrimonios lo habían amansado. Vivía su etapa de místico: siempre en la iglesia, todas las tardes rezaba el rosario en el templo.
En el cuarto de la casa donde le tocó dormir había, además de la cama, un ropero y un butaque, pero él colgó la imagen de La Dolorosa que siempre llevaba consigo a todas partes.
—Hijo, un ratón entró al ropero. ¿Cómo lo corremos?
Me acordé que el Mapechiapa tenía una pistola que parecía de juguete, y disparaba algo misterioso (no sabíamos qué). Ignorábamos todo de armas, calibres y municiones. A mi primo se la había regalado un pariente que no sabía qué hacer con ella.
—Primo —le dije—, tío Gánigan atrapó un ratón en el ropero. Lo queremos matar. ¿Qué tal si le echamos bala con tu pistola?
Su pecoso rostro se iluminó. ¡Por fin usaría su pistola! Imitando a Dick Tracy y poniéndose un viejo abrigo de su papá para parecerse a nuestro héroe, me dijo:
—¡Acabemos con esa rata inmunda!
Llegué con Dick Tracy, nuestro tío saboreaba su café con leche sentado en el butaque.
—¿Qué van a hacer?
El Mapechiapa no contestó, decidido, abrió levemente la puerta del ropero y gritó:
—¡Morite, vos, rata inmunda!
Se escuchó un tronido seco, sordo, y el pequeño cuarto se llenó de gas tóxico. Los ojos nos ardían y no podíamos respirar. Hasta a la imagen de La Dolorosa se le escurrían las lágrimas. Corrimos los tres. Tío Gánigan no estaba tan reumático como decía. Pegó un brinco y sin soltar su taza de café con leche corría en punta.
—¡Me largo! —le dijo a mi sorprendido padre—. No quiero estar cerca de ese par de cabrones locos. ¡Me querían matar ‘ogado!
Mi viejo nos preguntó qué pasó:
—Nada —dijo mi primo—. Aquí su hijo me dijo que una rata inmunda estaba en el ropero y le echamos bala, pero en vez de bala salió un gas que pica los ojo como chile “miraparriba”.
Se armó un gran escándalo. Tío Gánigan no se conformó con acusarnos con nuestros padres: elevó la queja a la jerarquía eclesiástica y le pidió al cura que le escribiera al Obispo acusándonos de intento de asesinato.
—¿Es cierto que querían matar al hermano Gánigan? —nos preguntó el cura.
La genial respuesta del Mapechiapa nos salvó de la excomunión:
—¡Padre, mi pistola de gas sólo mata ratas inmundas, no mapachis arrepentidos!
Hasta después entendí por qué rió tanto el cura y sólo nos impuso la penitencia de rezar tres Credos y pedirle perdón a tío Gánigan.
El tío nos perdonó y preguntó:
—Oigan. ¿Tienen más bala de esa su apestosa pistolita?
—Sí, tío. Tengo un chingo.
—Debemo hacer buen uso de las armas. ¿Qué tal si le ayudamo a Diosito y le echamo algo de esa nubecita cabrona dentro del cabaret de “La pico de oro”? Hay mucho pecador ahí.
Fuimos los tres al cabaret. Entonces conocí a la “Pico de oro” que tenía sus dientes frontales forrados de ese metal. Tío Gánigan habló con ella y entró a un cuartito donde al rato se empezaron a escuchar risas de mujeres. Hora y media después salió el tío muy pintarrajeada su cara de bilet "Rojo Tentación" (y sí, se notaba que había tentado bastante).
—Tío, ¿‘onde empezamos la balacera? —preguntó el Mapechiapa.
—Pérenme un ratito. ‘Orita tengo urgencia de hablar con el cura —dijo nuestro pariente.
—¿Se va’sté a confesar otra vez? —pregunté.
—No. ¡‘Orita me acabo de echar a la desgracia y a la perdición! Le voy a decir al clero que si sabe contar, que ya no cuente conmigo ya.
Hasta después supimos que “La Desgracia” y “La Perdición” no eran pecaminosos entes abstractos, sino dos muy agradables jóvenes pecadoras, pupilas de la “Pico de Oro”.
Enrique Orozco González
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