Los roperos y sus historias
De madera caoba con un amplio espejo de tres lunas, el ropero llenaba un amplio espacio del dormitorio de la familia. En la toilette con su mesada de mármol blanco reposaba impecable el gran lavatorio y la jarra de agua.
Un cuadro del
Corazón de Jesús, destacaba en la cabecera de la cama alta, con faldones de un
gran cubrecama de paño guinda, que daba realce a las sábanas bordadas y al
bronce del catre, pulcramente abrillantado.
Sobre
los veladores, con pantallas de cristal opaco, estaban las infaltables fotos
familiares y alguna imagen religiosa. La cama era alta, el colchón de lana de
oveja que cada tanto se abría, se lavaba y escarmenaba de nuevo para dejarlo
mullido, evitando que se fuese deformando por el peso de los cuerpos. El somier
de malla de alambre era incapaz de ser discreto y en el fragor de las
madrugadas retumbaba su rítmico sonido que no dejaba dudas de que esa noche se
había consumado una vez más esa pasión que los cónyuges disimulaban en lo
cotidiano, usando un incomprensible trato de usted, que para nada denotaba el
grado de pasión que podía ligar a la pareja.
Fue
en el bautizo de su hermana menor cuando llegó a su vida, bordeando los 10
años, Chelita, hija de los padrinos, dueña de unos ojazos que rebasaban su cara
y atravesaban la delgada y larguirucha estampa de Nancho. Lo malo es que la
acompañaba el Chamelo, su hermano chico, el cual disfrutaba de contaminar la
atmósfera con su efecto atosigante. Pero había que resistir las ganas de darle
una trompada o mandarlo a buena parte. Se debía aplicar toda la sicología
intuitiva de la pubertad, para embolarle la perdiz y practicar efectos
distractivos, incluso sacrificando la atesorada colección de soldaditos de
plomo. Es que esos ojazos de Chelita y esa blusa inflamada, lo ameritaban.
Durante
la ceremonia del bautizo, los niños se sentaron juntos. Ahí estaba Nancho, en
sus contradicciones vitales, repitiendo las sensaciones que tuvo en el tiempo
de catecismo, cuando el temor al infierno se solucionaba con la fórmula de un
Señor mío Jesucristo. Ahora de nuevo, se le cruzaban los castigos celestiales
con la incontrolable sensación de excitación que le ponía coloradas las orejas
y le endurecía la entrepierna. En el almuerzo, se tiró la casa por la ventana y
un conjunto de mariachis llegó a alegrar la fiesta. Mientras los grandes se
enfrascaban en la política en la regada ronda de la democracia radical, Nancho
y Chela se escabullían a otras piezas de la casona para jugar, mientras detrás
de ellos el Chamelo no se despegaba ni por casualidad. Entonces vino la gran
ocurrencia, vamos a jugar a las escondidas…
Diez,
veinte, noventa, cien, al que pillo, pillo, culpa mía no es. Chamelo salía a
buscar. Y como la casona era grande, estaba el ajetreo de los mariachis y los
discursos mareados en honor a los compadres, nadie se ocupaba de Nancho,
Chelita y Chamelo. A lo sumo, se levantaban algunas voces en honor de la
bautizada, que luego de mamar se había sumido en una plácida modorra y de
brazos en brazos, disfrutaba a su modo de la fiesta. En ese rato largo de la
media tarde, asomado casi el crepúsculo, Chamelo buscó por largo rato, sin
resultado, recorrió la casa, le sirvieron torta y casi se olvidó del juego,
buscó debajo de las camas, detrás de los sillones de la sala. ¿cuánto tiempo
transcurrió?
Sólo
Nancho y Chelita podrían determinarlo. Porque ellos habían vivido en esa
escondida, dentro del ropero, las horas más educativas que hubieran imaginado,
ya que en el silencio y la oscuridad del gran mueble la temperatura subió a
niveles indescifrables, motivando una pasión exploratoria, cuya culminación se
desconocía y que significó el descubrimiento de la piel en el palpar torpe, en
los besos con bocas abiertas que les hacían temblar hasta las pantorrillas. En
otra dimensión, él y Chelita eran dos sputniks refrenados, cómplices intuitivos
jugando a disimular, jugando a mantener esa cara de bobos creciendo, esos
cabros chicos de los cuales nadie sospecharía. Tal como los braseros de
invierno, rodeados de cuentos y leyendas de misterio, esa tarde de ropero se convirtió
en lo más cercano al sexo que Nancho había conocido nunca y el dolor que le
apretaba su entrepierna era una exquisita sensación de descubrimiento.
Con
esa complicidad que caracteriza a las mujeres inteligentes, Chelita salió
primero del ropero, se peinó un poco y corriendo, hasta cruzar la sala, se
libró con un, dos tres, por mí. Mientras, Chamelo, aburrido e infantil, seguía
dedicado a los panes con huevo, aproximándose al empacho. Nancho, sintió que
era oportuno comer algo y justo en ese momento la tía Eulalia les llamó, niños,
vengan a tomar onces…
Caballero de la Rosa
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