Una historia personal
Desde la Loma.
De pie, en lo alto de la
montaña, el niño vislumbra su futuro. Imagina lugares desconocidos y distantes
más allá del horizonte que alcanza con su vista. Piensa en otros niños y en
gente adulta que, como él, también han de soñar cosas para su futuro.
El lugar que le sirve de
dintel para ver e imaginar el panorama; más allá de lo que sus ojos alcanzan,
es un lugar conocido. Familiar y muy querido. Rodeado de viejos árboles de
ciprés sembrados por manos bendecidas, antaño, una pequeña explanada situada en
la cima de la montaña desde donde se divisan, allá abajo, otras montañas que
anuncian profundas cañadas entre una y otra. Más allá, entre la bruma de las
nubes que comienzan a formarse, se alcanza a ver un horizonte distante que se
pierde a la mirada.
La “Loma” le dicen todos a ese
punto en la montaña. En la “Loma” es común ver a la gente del lugar y a
fuereños que lo visitan, pararse allí para llevar su vista y seguro también sus
pensamientos a lugares remotos. Perdíanse la vista y la imaginación atisbando
hacía el Norte como buscando un punto cardinal donde sostener sus sueños.
Tierra natal
Cuando cumplió cuatro o cinco
años de estar en este mundo, el niño comenzó a tener conciencia de sí mismo.
Supo, entre un mar de lloridos y lamento que la Muerte había visitado a la
familia llevándose entre sus descarnados brazos al hermano apenas dos años
mayor que él. Este brumoso recuerdo pasó inadvertido en su inocente memoria. En
sus soliloquios sostiene conversaciones, se plantea preguntas que él mismo
responde. Sus diálogos internos lo entretienen y acompañan en esa etapa de vida
que es preponderantemente un juego; en la que la imaginación se impone a la
realidad de la que aún no es consiente.
¿Qué habrá más allá de
aquellos cerros que veo a lo lejos? ¿Cómo se podrá llegar hasta ellos? Un día
iré y conoceré esos lugares. Me imagino ciudades con sus calles; niños jugando
en ellas… ¡Ah! No. No se puede jugar en esas calles por los carros que pasan
allí, rápidamente. No ha de ser como aquí, en mi montaña, en la que puedo jugar
y andar libremente por todo el monte correteando pajaritos o arriando los
animales que papá y mamá nos encomiendan. Pero ha de ser también muy divertido.
¿A qué jugaran los niños en esos lugares?”
Con pensamientos que su tierna
mente va tejiendo, el niño vuelve a su realidad y sigue creciendo. Ocupado en las
actividades propias de un niño que vive en la montaña: jugar, ayudar en las
faenas de la casa, ir a la escuela… ¡La escuela! En ella su imaginación vuela
más alto. Penetra oscuros callejones sin salida o inventadas por él los salva.
Los libros de texto y sus imágenes son ventanas y puertas que lo transportan a
otros mundos, mundos ignotos, lejanos, improbables. Distantes a sus
posibilidades. Inasibles por su condición de niño. Con los textos “habla”,
interpreta a sus autores, conversa con ellos. Portadores de sueños, con ellos
dibuja sus ilusiones, las perfila. ¡Ama sus libros! Disfruta la textura del
papel con los que están hechos, su aroma inconfundible. Libros venidos de tan
lejos llegan a sus manos, a sus ojos, a sus oídos transportados quién sabe de qué
forma. Como algo mágico, se materializan año con año trayendo nuevas y útiles
lecciones.
A través de los libros, de sus
maestros y de revistas que periódicamente su padre recibe en casa, vía el
correo postal, el niño comienza a ensanchar su mundo. Con ellos, su campo vital
se fue ampliando. Nuevas inquietudes le traen las lecturas. Su persona y su
mundo van creciendo equilibradamente, sin conflictos, armoniosamente. Todo a su
debido tiempo.
En el umbral de la
adolescencia, todavía púbero, termina su educación imaria. Para ello es
necesario ir todos los días de clase a otra escuela; en la suya, la del lugar
de su nacimiento, no existe la educación primaria completa. El diario ir y
venir a su nueva escuela, el caminar más de cuatro kilómetros en empinadas
veredas de la sierra, es una oportunidad para romper el cordón umbilical que lo
liga a la familia. Una especie de ritual iniciático para entrar a otra etapa de
la vida. El desapego del hogar. Fortalecer libertad y autonomía, adquirir otras
responsabilidades a esa temprana hora de la vida. Si no cumple con ellas, habrá
truncado su futuro, cancelar sus sueños como tantos otros que se quedaron, por
eso, a habitar por siempre allí en su pueblo. Ser uno más de los miles de niños
y de niñas que se ven obligados a abandonar la escuela, a vivir sin sueños. El
límite entre una y otra posibilidad, es tan frágil.
Concluida la primaria, el
camino tiene disyuntivas, se bifurca: descubrir el que no conoce, el que no
sabe o quedarse en el sendero conocido. Dejar su tierra, su casa, su familia.
Arriesgarse por lo desconocido y buscar el camino a la ciudad para seguir la
escuela. Injusto el sistema educativo que dejó a tantos y tantos sin la
posibilidad de continuar la educación secundaria por la falta de escuelas en
esos remotos medios. Las circunstancias y su voluntad férrea favorecen lo
segundo. Un día con la autorización y bendición de sus padres abandona el nido.
Emprende el vuelo hacía cielos para él desconocidos.
En su viaje, acompañado de su
hermano, recorre admirado los caminos que antes únicamente adivinaba. Siempre
hacía el Norte en búsqueda del punto crucial de su existencia. El viejo camión
en el que hace el viaje, no le incomoda, antes bien disfruta la observación de
nuevos paisajes. Siente emoción cada vez que el autobús para en las viejas
terminales de las ciudades de Comitán y San Cristóbal. Transcurre el día y la
noche oscurece la carretera. Un cielo limpio y estrellado acompaña la bajada de
los altos a la depresión central donde está ubicada la ciudad de su destino. Lo
sabe porque su maestro de geografía se lo enseñó bien allá en su escuela de la
montaña. Una curva del camino le trae la sorpresa: allá, a la distancia, otro
cielo aparece con miles de luces encendidas. “Allá es Tuxtla”, le dice el
hermano. Llegaremos ahí más o menos en una hora”.
Y allí está la ciudad. La que
abre oportunidades para muchos. La que cumple los sueños. La puerta a un
destino aún incierto. ¿Qué habrá que hacer para mantenerse en el sendero
elegido?
La salida.
Salimos a las cuatro de la mañana. Los cantos lejanos de algunos gallos acompañaban nuestros pasos. La fresca alborada de ese olvidado día del mes de agosto hizo grato el camino en descenso, de la montaña. El lodo, por la lluvia de la noche, no impedía nuestros pasos.
Si caminamos rápido llegaremos
a tiempo a Comalapa, dijo mi hermano que me acompañaba. Ahí tomaremos el camión
que nos llevará a Tuxtla.
Doce años recién había
cumplido, él andaba por los dieciséis, adolescentes ambos, no caminábamos, corríamos
de bajada la sinuosa vereda librando las piedras, nuestros pasos.
Así, en una madrugada
semioscura, alumbrados por sendas lámparas de mano, dejamos atrás Los Pocitos y
el peligroso Caracol.
Aún no amanecía cuando
cruzamos el puente techado que salva el río Maíz blanco, al fondo de la cañada.
Nuestros livianos y veloces pasos no rompieron el silencio de la aurora sobre
las tablas del tinglado, solo el eterno rumor del río al fluir entre las
piedras se escuchaba.
Subimos con vigor la cuesta,
bajo el dosel de pinos y encinos que pueblan la montaña y, minutos más tarde,
nuestra presencia alertó a los perros de las primeras casas del pueblo de Unión
y Progreso. Qué bella combinación de palabras tiene el nombre de ese pequeño
lugar enclavado en la interjección de esas cordilleras. Las escasas casas de
sus pobladores flanquean el camino.
Más adelante, pasando la
escuela, acotó mi guía, hay un lugar con mucho lodo. El agua que nace en la
orilla, aunque no llueva, lo mantiene así todo el tiempo. A ver si lo podemos
pasar sin ensuciarnos mucho; no traemos mucha ropa para un cambio. Y continuó
siempre delante de mí por diez o doce pasos.
No obstante, su edad, mi
hermano era ya todo un experto en cruzar esos senderos.
Los primeros rayos del sol nos
saludaron de frente cuando comenzábamos a descender esa segunda serranía. El
astro rey se asomaba tímidamente, entre la espesa bruma de los montes que son
de Guatemala.
Allá, abajo, señaló, se puede
ver el río Grijalva, atisbando el fondo de una gran añada, continuó: Ese río,
viene de los cerros de allá de Motozíntla y del otro lado.
Lo vamos a cruzar cuando
bajemos este cerro.
Para llegar más rápido,
continuó, nos vamos a ir por esta vereda, al tiempo que tomaba un sendero casi
oculto entre el monte, que se apartaba bruscamente del camino principal.
Faldeando el imponente cerro
en una brecha casi intransitable, llegamos a un punto en el que el macizo hace
un corte abrupto y pronto nos vimos bajando un camino casi vertical lleno de
piedras y pedruscos pero que nos regalaba una vista de la llanura muy cercana.
Si nos hubiéramos ido por
Chemic, señaló seguro, nos habríamos tardado más en bajar.
En poco tiempo, dado la
velocidad de nuestros pasos, dejamos la montaña y nos internamos en un camino
plano que era ya, las márgenes del río. Un instante después, cruzamos éste a
través de un viejo puente hecho de tablones sin más protección de barandales que
su anchura.
Aquí es San Juan, dijo mi
hermano, más adelante, cruzando el río, está Agua Zarca y de ahí, adelantito,
Comalapa.
Bajo el rústico puente de San
Juan, las calmas aguas aparentes del caudaloso río
surcaban su camino rumbo a las
lejas aguas de la mar océano.
Con la misma prisa con la que
iniciamos nuestro viaje, continuamos el sendero, tan frescos como si no
hubiésemos dejado atrás casi veinte kilómetros.
Esa mañana nuestras menudas
figuras entraron al pueblo de Comalapa, pequeña villa comercial en crecimiento.
Antes de entrar propiamente al
centro del pueblo, detuvimos nuestro andar en las frías aguas de un hermoso
arroyo donde aseamos un poco nuestros cuerpos para no llegar todos mugrientos
por el barro del camino.
Terminada esa labor y más repuestos
por la mágica frescura de las aguas, nos dirigimos al parquecito central de
Comalapa, frente al cual se encontraba estacionado un autobús de la Cooperativa
de Transportes Tuxtla, única compañía que hacía ese servicio.
Cuando lo vi ahí en Comalapa,
supe que de ahí en adelante se abrían otros mundos para mi vida.
Compró mi hermano los boletos
en la terminal del autobús y, visiblemente emocionados nos subimos a él y
tomamos nuestros respectivos asientos marcados con su número en los boletos.
Tuvimos suerte. Si no,
habríamos tenido que irnos parados, dijo victorioso.
Minutos más tarde, cuando todo
el pasaje de ese día había abordado, arrancó el conductor el motor del autobús
que, como protestando, emitió feroz rugido y emprendió el camino rumbo al próximo
punto que sería la ciudad de Comitán.
Atrás, a la distancia iban
quedando esos cerros azules y allá, en una de sus cúspides, la casa y mis
padres.
Y hacía adelante, un futuro
inexpugnable.
Primer viaje
Cuando el autobús de la Cooperativa de Transportes Tuxtla, la tuxtleca, un Dina de 40 rígidos asientos salió de San Cristóbal de las Casas rumbo a la ciudad capital del estado, el día comenzaba a declinar.
La angosta y sinuosa carretera
internacional se abría paso entre las altas montañas, de bajada hacía la
depresión central, luego de cruzar el altiplano comiteco y los cerros cubiertos
de coníferas y otras especies propias de la región de los Altos.
Cubiertos, casi siempre de una
espesa neblina, el camino exigía la pericia de los conductores de esos
vehículos, atestados de pasajeros que, incluso, viajaban de pie, colgados,
literalmente del portabultos.
Los inexpertos organismos en
viajes de tal naturaleza, no siempre se portaban a la altura de las
circunstancias y, revuelto el estómago por el movimiento provocado por las
curvas del camino, evacuaban lo poco o mucho que habían consumido.
El rugir del motor del repleto
camión de pasajeros que funcionaba con gasolina y el olor de ésta al
consumirse, contribuía a dicho malestar que, a más de un pasajero hacían
vomitar.
Luego de algunas horas de
camino y ya entrada la noche, de pronto, al salir de una curva, se avistaba en
la oscuridad nocturna, allá a los lejos, al poniente, un valle plagado de
millares de luces que, cual luciérnagas en vuelo, anunciaban la ciudad destino.
La emoción embargaba el
espíritu. ¡Por fin llegaremos a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez! Sin embargo, la
sensación era engañosa pues aún había que bajar la montaña en un camino que se
prolongaba por el sinnúmero de curvas que era necesario cruzar para alcanzar
las tierras bajas de Chiapa de Corzo, cruzar el Río Grande en el alto puente
ubicado justo en el principio del gran Cañón del Sumidero y, veinte minutos más
tarde, entrar a la ciudad ansiada que da la bienvenida a los viajeros con su
bien iluminada avenida central.
Poco tiempo después, en la
terminal que se encontraba en la segunda avenida sur oriente, el conductor,
cansado por más de ocho horas de viaje, pero feliz de haber llegado al final
sin contratiempos, anunciaba a los adormilados pasajeros que habían llegado a
su destino, la ciudad de Tuxtla Gutiérrez.
La emoción de ese mi primer
viaje a la capital cuando aún niño, allá en el remoto año de 1971, se volvió a
repetir innumerables veces cuando avistaba allá abajo y a lo lejos, las luces
de la ciudad que se preparaba a descansar luego de un ajetreado día de trabajo
de sus habitantes.
Tuxtla Gutiérrez, en los años
70
En la ciudad
Resultó grande, enorme y
hermosa la ciudad, a los ojos de aquel niño de doce años que por primera vez
llegaba a ella. Las luces que alumbraban la amplia avenida principal desde la
entrada Oriente y que la atravesaba toda, hasta el Poniente, lo impresionaron
mucho. ¿Cómo era posible que tantas lámparas en sus respectivos postes
iluminaran por las noches, una calle cuando, allá en la montaña, las únicas
luces que se veían eran las de las estrellas que plagaban la Vía Láctea, la
luna cuando aparecía y la de velas y candiles de luces mortecinas en la casa?
De medianas proporciones, el
Tuxtla de los setentas era una bonita y tranquila ciudad. Por el Oriente, la
ciudad comenzaba con el monumento a Don Belisario Domínguez mismo que daba
nombre a la avenida central, a la altura del Instituto de la Juventud. Cruzaba
el Parque Cinco de Mayo y, calles más adentro, llegaba al centro de la ciudad
donde la Catedral de San Marcos, la Plaza Central y los palacios de gobierno
estatal y federal remarcaban el poder político y religioso del estado. Al
centro de la plaza rodeado de laureles de la India, el monumento a Joaquín
Miguel Gutiérrez, héroe chiapaneco del que toma su nombre la ciudad, remataba
ese hermoso lugar de paseo en el que, por las tardes, hombres y mujeres
caminaban en sentido inverso, talvez para encontrarse mediante una primera y
tímida o atrevida mirada.
Siguiendo el curso de la
avenida central, el portentoso edificio que formaba el Gran Hotel Humberto le
daba a la ciudad su toque moderno. Calles más al Poniente, la ciudad terminaba,
prácticamente, frente a un hermoso edificio que albergaba la Penitenciaría del
Estado, “La Peni”, frente al cual se levantaba, orgulloso el Hotel Bonampak.
Antes, el Monumento a la Patria, construido en las faldas del cerrito, era
orgullo de la identidad del tuxtleco. Más allá de la “Peni”, algunos nuevos
fraccionamientos en los que la “gente rica” comenzaba a construir sus
residencias. Aunque estaba también, la Fuente Mactumactzá, cruce de la Avenida
Central y el Periférico, de allí en adelante, el despoblado, hasta llegar al
vecino pueblo y municipio de Terán.
Por el Norte, la ciudad
remataba en la Quinta avenida que era, además, el periférico. Rodeaba éste a
Tuxtla, por el Parque Zoológico, cruzaba nuevamente sobre el Río Sabinal, hasta
llegar al Parque Cinco de Mayo; atravesaba la central y se adentraba al lado
Sur pasando por el Panteón Municipal, el Hospital General, por toda la Novena
avenida Sur y, subiendo el Cerrito, bajaba por un área despoblada donde, años
después se construiría la clínica del ISSSTE, hasta llegar a la nombrada fuente
“Mactumactzá. Esa era la dimensión de la ciudad de los Conejos (Tuchtlán) que
el niño conoció.
Al interior, sus barrios.
Identificados por santos y vírgenes cuyas iglesias daban nombre, la de San
Marcos, la de San Roque, la de San Pascualito, la de San Francisco, la de la
Virgen de Guadalupe, la del Niño de Atocha, entre otras, alrededor de las
cuales, tuxtlecos y visitantes celebraban las fiestas religiosas en una
síntesis cultural verdaderamente asombrosa en las que la cosmovisión zoque se
entreteje con la judeo-cristiana traída por los conquistadores. Cohetes, somés,
danzas y comidas y bailes al compás de pitos y tambores, engalanaban las
iglesias de cada barrio.
La ciudad se caminaba a pie.
No hacía falta el transporte, sin embargo, el “treintero” la recorría por sus
principales ejes de Oriente a Poniente y de Sur a Norte, cobrando por peaje esa
cantidad: treinta centavos de peso. Sitios de taxis luciendo coches último
modelo, también estaban a disposición de los usuarios. Los más importantes
frente a Catedral.
Tres cuadras al Sur del
centro, sus famosos mercados. Centro comercial de una ciudad en crecimiento.
Mercaderías venidas de distintos puntos geográficos del estado y del país se
comercializaban allí. La calle central y primera poniente-sur eran y siguen
siendo el eje comercial tradicional de la ciudad. En ese mercado donde había un
puesto de comics y revistas, pasaba el niño sus horas de ocio los domingos.
El barrio San Roque significó
en su vida adolescente el nicho de vida. En él no sólo estuvo su primera
escuela donde cursó el primer grado de secundaria, sino también la casa donde
vivió los tres años que duró la escuela. Recorrer en aventuras el lecho del río
San Roque antes de que éste fuera embovedado fue una experiencia interesante.
Jugar en la canchita, ser testigo de las cruentas peleas entre rivales de
distintas escuelas en el patio adyacente de la iglesia; jugar en los juegos
mecánicos en su feria de agosto. Ir por los encargos de la Tía Rosita a Chiapa
de Corzo, a Copoya o Berriozábal dio a su estancia allí, un toque especial y
festivo. Impregnado del olor del petróleo del expendio que atendía ayudando a
la tía Rosa, pasaron esos tres años de divertida alegría.
Con los compañeros del
Instituto Tuxtla tuvo más aventuras que con los nuevos de la López Mateos en la
que cursó los dos grados siguientes. La afinidad venía de la condición de los
primeros que, como él, eran todos fuereños; en cambio los de la López eran, en
su mayoría, hijos de la ciudad. No hubo lugar de los alrededores de Tuxtla que
no conociera con ellos: Cerro Hueco y su balneario, Cachuaré, El Chorreadero,
Jardín Corona, los miradores del Cañón del Sumidero. ¡A qué lugar no fueron!
Más tarde, el trabajo en el expendio ya no lo permitía. La diversión entonces
vendría de los cines. Los más viejos y tradicionales el Rex y el Alameda. Luego
vendrían el Vistarama y el Chiapas 70. ¡Cuántas películas no vio, acompañado o
solo! Tres años que transcurrieron velozmente. ¿Qué futuro seguía en la vida
del ahora no tan niño? Tomar decisiones, enfocar el camino.
Floricel Santizo
Velásquez
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